Cristina Fenollar y Toni Misó en 'Ulisses in Berlin', su última obra.

Cristina Fenollar y Toni Misó en 'Ulisses in Berlin', su última obra. El club de la serpiente

Alicante

No disparen a la actriz

El autor y director Paco Sanguino despide a la intérprete alicantina Cristina Fenollar, fallecida esta semana.

Paco Sanguino
Alicante
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Hoy estoy enfadado. Me ocurre a menudo últimamente, pero hoy lo estoy de verdad. Así que si quieren leer algo bonito, déjenlo aquí. Estoy muy enfadado porque Cristina Fenollar ya no existe desde ayer. Yo podría contarles algunas cosas de lo que Cristina ha significado como actriz hasta que tuvo que dejar de trabajar por su enfermedad. Se llama tener una carrera.

Cuando regresó a Alicante por la crisis y empezamos a trabajar juntos, tuvimos la sensación de que se abría una etapa nueva, una etapa diferente, sí, y más precaria también, pero con la suficiente luz como para ser mínimamente optimistas, ínfimamente, pero optimistas. Éramos así de idiotas.

Desde ayer he leído y he oído muchas cosas. Gente de buena fe escribiendo y contando. Lo que echo en falta es que se hable también del lado terrible que es ganarte la vida como actriz en este país, trabajar sin parar en teatros y en TV, y que acabes sin protección alguna cuando la cosa se tuerce de verdad y ya no puedes trabajar, y apenas vivir por tus dolores.

Porque Cristina, aunque tenía una carrera impresionante, no le bastó para ganarse una pensión digna, no ya a la altura de sus méritos, sino simplemente digna.

¿Cuánto valen los aplausos por cada uno de sus personajes? ¿Qué precio tiene la emoción de aquel monólogo del Càndid de Voltaire? ¿Qué estamos dispuestos a remunerar como país para que alguien que nos atraviesa con su humor y con su delicadeza tome la responsabilidad de hacernos creer que es Ofelia o Bernarda? Muy poco.

Yo podría hablar de cosas bonitas, anécdotas felices, y también de desencuentros que hoy aprecio como estúpidos, pero no tengo humor después de once años. Esos son los que han transcurrido desde que Cristina tuvo que abandonar los teatros.

Es bueno que las nuevas generaciones conozcan lo que hicieron aquellos que les precedieron, y no para ponerles un listón alto, sino también para avisarlos como navegantes. Es bueno que sepan que cuando uno exige, lo tiene que hacer ofreciendo una dosis de excelencia y calidad, un talento descomunal para poder conseguir que el Estado del Bienestar te devuelva un pequeño bodrio por los servicios prestados.

Es bueno que sepan que este trabajo consiste en demostrar una calidad enorme para no conseguir casi nada, y si lo que consigues es directamente nada, empieza a pensar que posiblemente te estás engañando, que no llegas al umbral, que está a la altura del Annapurna, así es.

Cristina Fenollar siempre ofreció una barbaridad. Fui a los Teatros del Canal donde estaba haciendo una obra que se podía llamar comedia solo gracias a ella y me dijo que sí.

En nuestra última obra, venía con la mano vendada por los dolores en los brazos, pero se quejaba bien poco. Ella, tan acostumbrada a los dolores por causas insondables.

Se sentaba despacio en el suelo frente a Juli Mira para ensayar su escena y de pronto veíamos que una lluvia fina caía sobre el escenario y hacía que el rostro de Cristina pasara de pálido a resplandeciente: era su propia felicidad por poder seguir siendo actriz.

Y al día siguiente le sacaban unas críticas maravillosas (salvo en Alicante, cómo no) y Cristina se volvía a preguntar por qué el abismo queda siempre tan a mano para algunas.

Concha Velasco me contaba que acababa las funciones sangrando por las encías del esfuerzo de la gira tras su tratamiento contra el cáncer. La gran actriz española y la gran actriz de una pequeña ciudad de provincias tenían las mismas pesadillas, la sensación de vivir en el aire, por eso ese frío que no dejaban de sentir nunca.

Ambas eran de aquella vieja escuela en la que te agradecen que las hayas llamado para que les hagas una prueba, o para una lectura de tu texto, o que hayas contratado su obra ese fin de semana. Es decir, te agradecían que te hubieras quitado el sombrero y las hubieras saludado cruzando la Quinta Avenida, que las hubieras elegido a ellas entre la multitud del gran Manhattan.

Y, fueras quien fueras, ambas te cogían de la mano cuando les acababas de entregar ese premio, el único alimento que echarse a la boca, la última conversación antes de entrar en su casa, cuando el ruido de la puerta al cerrarse tras ellas hacía temblar a la propia oscuridad, cuando se sentaban en su cocina a solas, dejaban los pendientes sobre la mesa, miraban su reflejo en el cristal de la ventana y el calendario en blanco para el mes siguiente.

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