En las últimas semanas hemos seguido con enorme interés el pulso que la Universidad de Harvard ha planteado a Donald Trump, frente a su intención de cerrarle el grifo de los fondos federales si no cortaba con lo que consideraba una protección de los discursos “antisemitas”, es decir, anti-judíos, en sus campus.

Lo más fácil para Harvard habría sido aceptar una salida negociada, como están intentando hacer otras instituciones, organizaciones o gobiernos, presionados por la loca carrera de Trump en una guerra comercial sin sentido. Pero su defensa de la libertad académica y de expresión supone una lección de independencia que en el Nanoclub de Levi consideramos interesante comentar, en medio de la devoción a los santos, las saetas y las partidas de truc o mus, verdadero y auténtico monumento a la amistad pascuera.

Las amenazas de Trump resuenan doblemente por el estilo estridente de esa caricatura de presidente en que se ha convertido el inquilino de la Casa Blanca. Pero, olvídense; no son nuevas. Bill Clinton y George Bush, por citar un demócrata y un republicano, también ponían condiciones a las universidades. Por ejemplo. Se las presionaba para que admitieran el reclutamiento sin distinciones, también de los homosexuales declarados. Harvard, en aquel momento, no tenía dudas en su promoción de la igualdad, pero entendía que no se podía poner en riesgo la financiación gubernamental.

Tampoco Obama renunció a este tipo de coacción. Lo hizo con los protocolos de actuación ante los denuncias por agresiones sexuales. Se abrieron también procedimientos en los que se puso sobre la mesa la financiación federal. En materia de derechos civiles, estaba justificado apretar al máximo. Y se aplicaba una especie de norma del “sí es sí”. Es decir, a priori se daba credibilidad a los denunciantes de cualquier tipo de acoso o abuso de superioridad.

Trump alega que, como Obama en su día, pero también como Clinton o Bush, ahora se utilizan las leyes para erradicar ciertas formas de “discriminación”. El problema radica en cómo se interpretan esas “formas de discriminación” y la manera en que se trata de saltar por encima de los derechos preservados habitualmente por las constituciones, como son la libertad de expresión, la equidad, la diversidad o la protección de las minorías.

Trump les ha dicho a docenas de universidades que cumplan con sus exigencias o se enfrentarán a la pérdida de cientos de millones de dólares. En el caso de Harvard, miles de millones de dólares. Las universidades, que se definen por su independencia académica, pero dependen del apoyo del gobierno, son extremadamente vulnerables a este tipo de acoso. La libertad de expresión en un país libre tiene hasta un precio.

En su primer mandato, Trump emitió una orden ejecutiva que instruía a las agencias a garantizar que las universidades que reciben subvenciones federales promovieran la “libre investigación”. Sin embargo, Trump aplica “excepciones” a ese compromiso con la libertad, en forma de una categoría de ideas y expresiones que ve antisemitas o inaceptables, como las expresiones y actividades pro-palestinas. Y trata de convencer al público de que equivalen al apoyo al terrorismo de Hamás.

Al asumir el cargo en enero, Trump emitió una orden ejecutiva en la que se comprometía a utilizar todas las herramientas legales disponibles "para procesar, destituir o exigir responsabilidades a los autores de acoso y violencia antisemita". La presión tiene como objetivo que las escuelas persigan a los manifestantes pro-palestinos, denunciándolos al gobierno federal. Y ha revocado cientos de visas de estudiantes, arrestado, detenido y deportado a ciudadanos que estaban legalmente en el país y participaron en protestas.

El mes pasado, la Oficina del Censo de los Estados Unidos envió cartas a sesenta universidades, advirtiendo que su financiación federal estaba en riesgo. Suspendió cientos de millones de dólares adeudados a Columbia, Princeton, Cornell y Northwestern. Como respuesta, los líderes de Princeton y Brown hicieron declaraciones que sugerían que estaban dispuestos a defender sus derechos legales contra el gobierno; Columbia decidió no oponerse y accedió a la mayoría de las exigencias.

Trump también está utilizando la prohibición de discriminación sexual para presionar a las escuelas a cambiar las políticas que afectan al alumnado transgénero. Una de las órdenes ejecutivas de Trump definió el "sexo" como "clasificación biológica inmutable como masculino o femenino", y otra ordenó suspender los fondos a las escuelas que permiten a las mujeres trans competir en deportes femeninos.

El gobierno anunció la suspensión de contratos federales por valor de 175 millones de dólares con la Universidad de Pensilvania por permitir a la atleta Lia Thomas nadar en el equipo femenino hace tres años. Y en marzo, el fiscal federal envió una carta a la Facultad de Derecho de Georgetown, indicando que había tenido conocimiento de que la facultad seguía "enseñando y promoviendo la diversidad, la equidad y la inclusión".

El decano de Georgetown, William Treanor, experto en derecho constitucional, contraatacó, argumentando que el gobierno no puede dirigir lo que su profesorado enseña y que es ilegal negarse a contratar a sus estudiantes por desaprobación del plan de estudios. La violación constitucional que subyacía a aquella amenaza era evidente.

Las universidades que dependen de fondos federales generalmente no tienen la confianza de un decano como Treanor para insistir en que el gobierno debe cumplir la ley. Su mensaje fue una señal para otros de que era posible. El mes pasado, Harvard recibió la noticia, nada sorprendente, de que la Administración Trump estaba revisando 9.000 millones de dólares en contratos y subvenciones federales debido a la presunta incapacidad de la universidad para proteger a los estudiantes judíos y a su promoción de ideologías divisivas (diversidad e inclusión) en detrimento de la libre investigación.

En una carta a la comunidad, el presidente de Harvard, Alan Garber, se comprometió inicialmente a colaborar con los funcionarios del gobierno para combatir el antisemitismo y, al mismo tiempo, proteger su libertad académica. Su tono fue neutral, no desafiante. Dejó abierta la posibilidad de que Harvard llegara a un acuerdo para implementar medidas que quería implementar de todos modos y esperara que la Administración se apaciguara razonablemente. A la semana siguiente, la universidad anunció que solicitaría un préstamo de 750 millones de dólares a Wall Street, toda una señal de sus planes.

La Administración se impacientó con la universidad y envió una carta a Harvard en la que instaba a desautorizar al profesorado y personal administrativo que estuviera "más comprometido con el activismo que con la investigación", a someter todas las contrataciones y admisiones a una "auditoría exhaustiva del gobierno federal" (al menos durante la Administración Trump), a impedir la admisión de "estudiantes hostiles a los valores e instituciones estadounidenses" y a denunciar a las autoridades federales a cualquier estudiante extranjero "que cometiera una infracción de conducta".

Además, exigía contratar a una "entidad externa" para realizar una "auditoría" de estudiantes, profesorado, personal y dirección "para comprobar la diversidad de puntos de vista. Y exigía que Harvard aboliera las "pruebas de fuego ideológicas".

La respuesta fue contundente. El Gobierno buscaba apropiarse de las actividades académicas y la gobernanza de la universidad, lo que, además de causar un daño inmediato a la libertad académica, establecería que las leyes de derechos civiles son meros instrumentos para presionar a la universidad a que sirva a la agenda del gobierno.

La negativa de Harvard a someterse desencadenó inmediatamente la represalia prevista: el gobierno congeló más de 2.000 millones de dólares en subvenciones. En un comunicado, la Administración reprendió la "preocupante mentalidad de privilegio" de Harvard y afirmó que el “acoso” a los estudiantes judíos es “intolerable”.

Pero lo que debemos tener en cuenta es que el verdadero objetivo de las medidas de la Administración no es combatir el antisemitismo, el racismo ni el sexismo, ni siquiera promover la libre investigación y la diversidad de puntos de vista políticos, todo lo cual las universidades deberían hacer como parte de su misión declarada. El objetivo es, más bien, doblegar a la universidad, como representante de las principales instituciones de la sociedad civil.

En sentido estricto, Trump está atacando a los percibidos como “centros de poder” monopolístico de la izquierda, en una táctica extrema para "controlar a los liberales". En sentido más amplio, las medidas forman parte de un ataque a instituciones, como la abogacía, las organizaciones sin fines de lucro y la prensa, que desempeñan un papel esencial en una sociedad democrática. Y, en un proceso que se ha venido gestando durante décadas, las leyes de derechos civiles han quedado reducidas a garrotes para obligar a las universidades a someterse. Y en esas estamos.