Está claro que la inteligencia artificial se está convirtiendo en uno de los temas de moda en las altas esferas públicas. Con permiso, claro está de Donald Trump y su guerra arancelaria, del inminente cónclave para elegir nuevo Papa, de las diversas guerras por todo el globo, de los escándalos de corrupción por aquí y allá. Pero que una tecnología pase de los mentideros de nuestro sector a los principales foros mundiales es algo a celebrar.
No me refiero al debate de esta semana organizado por Ametic con los principales partidos políticos en España, que también da para lo suyo (más por las generalidades que por las concreciones). Hablo de la frenética agenda de los organismos supranacionales en los últimos días, en un intento acelerado de establecer una línea argumental sobre cómo queremos construir la sociedad digital del futuro, en la que la IA es el elemento vertebrador.
Es el caso de Naciones Unidas, cuyas diversas agencias han promovido eventos a un lado y otro del Atlántico, prácticamente coincidentes en tiempo y forma, para analizar el impacto de la inteligencia artificial en su vertiente más social y humanista.
Me detendré en la cumbre más cercana a nosotros, la que aconteció en Ginebra en el marco de la Alianza de Civilizaciones (UNAOC). Sí, el organismo que impulsó José Luis Rodríguez Zapatero y que ha pasado a una segunda fila dentro del plano geopolítico global sigue existiendo y está liderado por Miguel Ángel Moratinos, el que fuera su ministro de Asuntos Exteriores. Todo queda en casa, podría decirse.
Al margen de curiosidades en clave de política nacional, lo relevante es que este organismo haya propuesto una suerte de hoja de ruta ética para la inteligencia artificial. Nada nuevo en el horizonte, pues de IA responsables, éticas y centradas en las personas llevamos hablando desde antes incluso de que la capa generativa convirtiera esto en un circo mediático y social. Pero está bien que las altas instancias tomen nota de la situación, aunque estaría bien que lo hicieran sin caer en negativismos vacíos o en proclamas alarmistas que no ayudan a nada más que agitar avisperos electorales indeseables.
"La IA ya no está en segundo plano. Se ha convertido en protagonista central de cómo vivimos, trabajamos y nos comunicamos", decía Moratinos, antes de reconocer que no se trata de ralentizar la innovación, sino de darle la dirección correcta. Y ahí es donde entra la importancia de abandonar los discursos exclusivistas de la Academia, de que los think tanks y autoproclamados expertos dejen de hablarse entre ellos, e involucrar de verdad a la sociedad civil y a la empresa privada.
"Juntos podemos orientar la trayectoria de la inteligencia artificial hacia un futuro donde la tecnología una y empodere, en lugar de dividir y excluir”, añadía el exministro. Eso sí, para ello primero hay que superar esas barreras entre 'buenos' y 'malos' que muchos han querido imponer, entre los oligarcas tecnológicos y los bondadosos investigadores europeos, entre los preocupados humanistas de la IA y las avariciosas multinacionales tecnológicas. Eso no va a ser sencillo, porque hay demasiados intereses particulares en juego.
En cualquier caso, el peligro es real: si la IA replica las desigualdades estructurales existentes, no solo no resolverá problemas, sino que los agravará. Lo han advertido estudios de la UNESCO, el Foro Económico Mundial y la OCDE, que coinciden en la urgencia de implementar mecanismos de gobernanza global que aseguren la equidad, la rendición de cuentas y la inclusión.
Por ello, y vuelvo a insistir, es crucial escuchar al tejido privado, pues sin él no va a haber regulación alguna que pueda evitar nada de lo anterior. En Ginebra habló también el presidente de AMETIC, Francisco Hortigüela, dando voz a este otro lado de la innecesaria contienda: "Defendemos que la inteligencia artificial debe desarrollarse siempre al servicio de las personas, no solo como motor de transformación económica y competitividad, sino también como una herramienta clave para construir una sociedad más justa, inclusiva y cohesionada”.
Coincidencia total en el discurso con sus contrapartes, quizás porque las posturas no están tan lejanas. Es cierto que el diablo está en los detalles (léase aquí, en la plasmación de esos ideales en herramientas o restricciones concretas), pero no tiene sentido mantener la dicotomía antes mentada entre los enemigos de la civilización con la IA y aquellos héroes que buscan preservarla.
Y es que, lo que olvidan algunos de los 'gurús' de la IA humanista es que esta aproximación es estratégica para el sector privado. Como señalan desde el Instituto Alan Turing en Reino Unido, una IA confiable es clave para su aceptación social y, por tanto, para su adopción masiva.
Frente a quienes ven la inteligencia artificial como una carrera de poder entre bloques geopolíticos, frente a quienes aprovechan esta circunstancia para dar discursos y llenar auditorios o ante quienes lo consideran una cuestión meramente técnica, Ginebra envió otro mensaje: la IA es, sobre todo, una cuestión de valores. Y esos valores deben ser (y lo son ya) compartidos —por gobiernos, empresas, sociedad civil— si aspiramos a construir un futuro en el que la tecnología no sustituya a las personas, sino que las complemente.