Elon Musk, derrotado, en su despedida en el Despacho Oval.

Elon Musk, derrotado, en su despedida en el Despacho Oval. Nathan Howard Reuters

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Musk no aguantará ni un año, auguró el genio de los pronósticos, y no duró ni cinco meses

"Los anuncios más efectivos del Partido Demócrata son los que van dirigidos contra Musk, y no contra Trump", acertó Nate Silver. "Musk le causa muchos problemas"

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De alguna manera Elon Musk se acostumbró a aparecer en los sitios, como The Edge o como Andy Roddick, con cosas sobre la cabeza. Al principio fueron gorras de un rojo muy apasionado bordadas con el eslógan Make America Great Again. Hacer América grande de nuevo.

El asunto no tardó en ir a peor y el tipo fue experimentando con modelos que despertaban dudas sobre a qué estaba dedicando este ingeniero su tiempo. Uno de sus diseños decía, a un tamaño a prueba de miopes, que Trump was right about everything. Que Trump tenía razón en todo.

Cuando una gorra no fue suficiente, probó con dos. Una roja y una negra, una sobre otra, ambas con esa clase de cartel andante, y en una reunión del gabinete el jefe dirigió la atención sobre su ambición estética y sonrió para el resto de los subordinados y dijo, oye, no le queda nada mal, y Musk guiñó con el ojo derecho a los periodistas.

Y cuando dos gorras parecieron la cosa más ridícula que colocarse sobre la cabeza, el tipo recordó que no, que antes se había probado un queso, un queso cheddar de Wisconsin en su versión gigantesca de polipropileno, y sí, el tipo bailó en solitario con la bandera americana de fondo, en un mitin, ante el público más trumpista del estado, y se lo pasó de verdad en grande y no dejó de sostenerse el sombrero lácteo para que no se le cayese al suelo y deseó que la gente pensara, oye, qué tío más enrollado.

Musk no se imaginó, o lo ocultaba mejor que nadie, que sus extravagancias no fueran tan divertidas como le hacían creer. Que ni siquiera al espectador más alucinado se le hubiese ocurrido reírle la gracia de no tratarse del tipo que paga la ronda. La billetera más llena de la taberna.

Las sonrisas para Musk eran cada vez más forzadas, puso a prueba todos los límites de la paciencia, y al final de la historia el expediente de los sombreros no fue decisivo para que Trump le agradeciese los servicios y le convenciese de que sería de ayuda política que dejase de pisar por un tiempo indefinido la moqueta de la Casa Blanca.

Pero a estas alturas salta a la vista que aquello contribuyó a que su presencia en los sitios fuese cada vez menos productiva. Todavía menos desde que saludó como un nazi a los alemanes que seguían la campaña electoral de un partido aliado del trumpismo que trataba de sacudirse esa fama de encima.

“Un año más, aproximadamente”, le dio a finales de marzo el número uno de los pronósticos electorales en Estados Unidos, el fundador de FiveThirtyEight, Nate Silver, en una entrevista con Borja Bauzá para este periódico. Una entrevista publicada cuando Musk apenas llevaba dos meses al mando de una agencia gubernamental creada para ahorrarle dos o tres trillones de dólares a los contribuyentes americanos. No cumplió ni una décima parte de lo prometido.

“Hay que tener en cuenta que Trump ya no necesita su apoyo financiero –no puede volver a presentarse a las elecciones– y que Musk es bastante impopular en Estados Unidos”, explicó Silver. “De hecho, los anuncios más efectivos del Partido Demócrata son los que van dirigidos contra Musk, acusándolo de querer desmantelar Medicare o la Seguridad Social, y no contra Trump. Musk le causa muchos problemas”.

El caso es que Musk accedió a la voluntad del presidente y acudió al Despacho Oval para una humilde ceremonia de despedida, y lució para la ocasión una gorra negra, de luto, sin inscripciones trumpistas: sólo las siglas de DOGE. La despedida fue de lo más violenta, justificada con la peor excusa. Que se le agotaba el plazo de los 130 días permitidos para cualquier asesor externo. Como si las leyes fuesen el tipo de cosas que Trump respeta a rajatabla.

Me voy, dijo Musk, pero dejo un legado. Un ahorro que priva a miles de veteranos y viudas de sus prestaciones sociales. Un ahorro que limpia los bosques de guardas forestales. Un ahorro que deja sin vacunas a las personas más expuestas a la difteria del planeta.

Me voy, dijo Musk, y explicó que había una razón para el cardenal de su ojo derecho. Aquello fue una gracia de su hijo más pequeño. El padre desafió al crío y el crío le arreó un puñetazo en el ojo de los guiños. Trump lo miró de refilón, bromeó para las cámaras y dijo, ¿podéis creerlo?, ni siquiera me había dado cuenta.

Musk se fue con su trompazo premonitorio a otra parte, con menos de cinco meses de experiencia, con 34.000 millones de dólares menos de patrimonio, sin tiempo para viseras y con la sensación de que ningún cohete que aterrice sobre Marte evitará que sea recordado, de aquí en adelante, como el tipo que recurrió a un queso gigante para llenar un hueco demasiado grande.

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