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En el año 410, las puertas de Roma se abrieron al estruendo de los visigodos de Alarico. La Ciudad Eterna, que durante siglos había dominado el mundo, cayó bajo el saqueo y la devastación provocando un trauma tan profundo que, mil años después, el solo recuerdo aún estremecía a Europa.

Mil años después, en 1527, en pleno corazón del Renacimiento, Roma volvió a ser ultrajada. Pero esta vez no fueron bárbaros del norte, sino cristianos: mercenarios alemanes, españoles e italianos que, sedientos de oro y de sangre, rompieron las puertas de la ciudad más sagrada de Occidente.

Aquella masacre fue conocida como el Saco de Roma (saco es la adaptación al castellano de sacco, "saqueo" en italiano), un cataclismo que marcaría el fin simbólico del esplendor renacentista. Y en medio de aquella locura, en el epicentro del horror, se escribió una historia de lealtad y sacrificio junto al altar mayor de San Pedro, una historia de 189 hombres que sabían que iban a morir, y que aun así se negaron a rendirse.

El asedio inesperado

En 1527, la situación política de Europa era un rompecabezas letal. El papa Clemente VII, de la familia Médici, había conspirado contra el emperador Carlos I de España, aliándose en secreto con Francia y otras potencias italianas en un intento por alterar el equilibrio de fuerzas y liberar al Papado de la dominación imperial del Sacro Imperio Romano Germánico. Así que el joven emperador Carlos dejó hacer a su imprevisible ejército de mercenarios: un ejército sin sueldo, hambriento y peligrosamente fuera de control. 

El ejército imperial estaba formado por una amalgama caótica: alemanes en su mayoría protestantes, soldados españoles curtidos en mil batallas en Italia y norteafricanos y contingentes italianos rebeldes. Pero entre todo este caos, todos compartían algo: el hambre, la desesperación y el odio al papado.

Asedio al castillo de Sant'Angelo. Wikimedia Commons

El 5 de mayo de 1527, tras un camino regado de caos, saqueo y destrucción, las tropas imperiales llegaron a las murallas de Roma. No tenían artillería suficiente ni órdenes claras, pero tenían hambre, rencor y la convicción de que las riquezas de Roma saldarían sus deudas. Y así, al amanecer del 6 de mayo, rompieron las defensas.

La ciudad fue arrasada con una ferocidad que superó cualquier precedente: iglesias profanadas, conventos saqueados, hombres masacrados en las calles, mujeres violadas incluso en los altares… Los mercenarios alemanes protestantes no se detuvieron ante lo sagrado y los soldados españoles, veteranos endurecidos, tampoco mostraron misericordia.

Las obras maestras del Renacimiento fueron robadas, destruidas o incendiadas, los cadáveres se amontonaban en las calles y las enfermedades comenzaron a propagarse tan rápido como el saqueo, lo que acabó provocando que las epidemias de peste, hambre y violencia transformaran la ciudad en un infierno.

Roma, la capital de la cristiandad, se convirtió en un matadero, y en medio de aquel caos, en el Vaticano, solo quedaban 189 hombres para defender al Papa: la Guardia Suiza Pontificia.

Sacrificio en San Pedro

Cuando las tropas imperiales alcanzaron el Vaticano, la situación era desesperada. El Papa Clemente VII, aterrorizado, buscaba una salida hacia el refugio del Castillo de Sant'Angelo, pero para ganar tiempo, alguien tenía que contener el avance enemigo. Y los elegidos fueron los guardias suizos.

Vestidos con sus brillantes uniformes de gala de color azul, rojo y amarillo, que aún hoy lucen, y armados apenas con alabardas, espadas y algunas viejas pistolas, los 189 suizos formaron una línea defensiva en los escalones de la Basílica de San Pedro. Allí, a los pies del altar mayor, se enfrentaron a decenas de mercenarios españoles y alemanes que avanzaban por la nave central sedientos de sangre. La desigualdad era obscena, pero los suizos lucharon.

Carlos I ordenando el saqueo de Roma. Wikimedia Commons

La batalla fue cuerpo a cuerpo, entre columnas de mármol y tapices de Rafael, entre esculturas de Miguel Ángel y frescos de la gloria vaticana. No había cuartel y uno a uno, los guardias cayeron. Algunos defendiendo la nave, otros, acuchillados a las puertas del altar e incluso cuando todo estaba perdido, los últimos formaron un escudo humano alrededor de Clemente VII mientras lo conducían a la Passetto di Borgo, el corredor secreto que comunicaba el Vaticano con el Castillo de Sant'Angelo.

Solo 42 de los 189 guardias suizos sobrevivieron y lo hicieron porque su deber no era vivir: era salvar al Papa.

La desobediencia

Clemente VII logró escapar a duras penas, encerrándose en el Castillo de Sant'Angelo, desde donde vio a Roma arder y durante meses, cómo la ciudad se convirtió en un infierno controlado por tropas imperiales sin ley que acabó provocando en torno a 30.000 muertes, entre el saqueo y el hambre, las epidemias y la violencia de los meses posteriores. La economía colapsó, el patrimonio artístico sufrió pérdidas incalculables, las grandes familias romanas fueron extorsionadas y sus palacios convertidos en cuarteles o burdeles improvisados.

Carlos I, horrorizado, se presentó como penitente ante Dios por lo ocurrido, pero la realidad es que logró someter al papado a su voluntad, ya que Roma quedó arruinada, y Clemente VII, humillado, se convirtió en otro peón del poder imperial.

El Saco de Roma de 1527 no solo destruyó una ciudad, sino que, simbólicamente, destruyó un mundo. Aquel evento marcó el fin del Renacimiento italiano como época dorada, porque Roma ya nunca volvería a ser el faro cultural que había sido. La fe ciega en el poder y la gloria humanas dio paso a un siglo de guerras religiosas, miedos apocalípticos y contrarreformas, convirtiendo, lo que había comenzado como un Renacimiento lleno de esperanza, en un mundo que acababa lleno de sangre, saqueo y pestilencia.

Cada 6 de mayo, la Guardia Suiza Pontificia celebra su ceremonia de jura en el Vaticano, en el que cada nuevo recluta presta su voto de fidelidad bajo los frescos de Miguel Ángel, en memoria de aquellos 147 suizos que murieron defendiendo a su Papa y su fe, a pie del altar de San Pedro.

No lo hicieron por dinero. No lo hicieron por gloria. Lo hicieron porque creían en algo más grande que ellos mismos. Roma cayó, pero la lealtad de 147 hombres quedó esculpida para siempre en la piedra. Porque incluso en el infierno, hay quienes eligen morir de pie.