Hay algo magnético en las grandes ciudades. Un brillo difícil de ignorar, como esas luces que no se apagan nunca de los luminosos de los edificios. No es difícil entender por qué tanta gente elige dejar su patria chica en busca de las grandes urbes. Siempre se ha dicho que en ellas hay más posibilidades. Más oportunidades laborales, mejores conexiones, más estímulos culturales, más diversidad. Incluso, a veces, se afirma que en ellas uno tiene más libertad.

París es un buen ejemplo de ello. Durante décadas, ha sido un faro para Europa y para el mundo en todos los sentidos. Una ciudad que, como suele decirse, “tiene de todo”. Desde lo más común hasta lo más exótico (estos días, sin ir más lejos, he visto incluso a béticos sufriendo durante la final de la Conference League). Todo cabe en esa ciudad que parece no acabarse nunca, como decía Vila-Matas, y que respira a su propio ritmo.

Pero tras esa exuberancia también se esconde una cara menos visible. Porque la llamada “ciudad de la luz” carga con muchas sombras. Vivirla de cerca, más allá de la foto de red social, es adentrarse en un paisaje de claroscuros. Bien es cierto que las grandes ciudades dan muchas posibilidades, pero también exigen en demasía. Y lo hacen sin piedad.

Son junglas de asfalto en las que cada quien sobrevive como puede. Donde la conexión humana es una rara avis y la amabilidad, un gesto casi revolucionario. Cada vez que vuelvo a París, tras esa imagen bucólica, me encuentro una ciudad cada vez más degradada, individualista y fragmentada socialmente.

Es sin duda alguna, la gran paradoja de las ciudades modernas. Cuanto más pobladas están, más solas se sienten las personas que las habitan. En lugar de generar comunidad, la hiperconexión genera aislamiento. En lugar de cercanía, produce anonimato. La aceleración constante impone una lógica de rendimiento que convierte a los ciudadanos en piezas intercambiables. Todo se mide en función de la utilidad, del tiempo o del beneficio. Y en ese cálculo, la empatía rara vez encuentra su lugar.

Eso me lleva a preguntarme: ¿dónde queda la humanidad? ¿Nos hemos convertido en autómatas que caminan cabizbajos, pegados a sus pantallas, desconectados del mundo real por auriculares invisibles? ¿En qué momento dejamos de ser “nosotros” para convertirnos en “yo”? ¿Cuándo las ciudades se volvieron un territorio tan hostil?

Pero esa deshumanización no es siempre violenta, a menudo es silenciosa, incluso sutil. Se manifiesta en la indiferencia con que pasamos junto a alguien caído en el metro. En la prisa con la que evitamos la mirada de quien pide ayuda. En ese cansancio acumulado que nos convierte en cuerpos que se desplazan, pero que ya no se encuentran. Y, sin embargo, el anhelo de vínculo sigue ahí. Dormido, tal vez, pero latente.

Pero a veces, dentro de esa vorágine salvaje percibo gestos sencillos que me conmueven. Como un rayo de luz que parece abrirse camino entre las nubes grises. Como el de un adolescente que se levanta para ceder su asiento a una anciana en el metro. O el de una mujer que ayuda a un hombre mayor a subir su carro de la compra por unas escaleras en un día de lluvia. O esa sonrisa amable que aparece fugaz entre tanta prisa. Son instantes que no cambian el sistema, pero que a veces nos reconcilian con el lugar. Que nos recuerdan que aún queda algo de eso que llamamos humanidad. Que la ciudad no ha conseguido matarlo del todo.

Por eso me siento afortunado de vivir donde vivo, en Sevilla. En una ciudad de tamaño justo, donde todo me resulta familiar. Donde aún puedo saludar al panadero por su nombre y detenerme a hablar con el vecino sin que parezca una pérdida de tiempo. Las grandes ciudades seguirán atrayendo con sus promesas infinitas. Pero quizás haya que empezar a mirar hacia otro lado. Hacia esas ciudades pequeñas donde aún es posible tender la mano, ofrecer ayuda y ser parte de algo. Donde, en medio de las transformaciones sociales, se mantiene ese calor que nos hace sentir humanos.