“Cuando todo a tu alrededor parece inestable, hacer las preguntas correctas es una de las acciones más poderosas que puedes tomar”, escribe Cheryl Strauss Einhorn en su reciente artículo para Harvard Business Review. La autora propone cuatro preguntas clave que, lejos de buscar predicciones imposibles, ayudan a pensar con claridad en medio de la incertidumbre.
Esta propuesta, orientada al mundo del liderazgo, toca un punto esencial que muchas veces se pasa por alto en el discurso empresarial actual: que las decisiones verdaderamente relevantes no surgen solo del análisis racional ni de los datos acumulados, sino de una combinación mucho más sofisticada entre intuición y pensamiento crítico.
A lo largo de la historia, las grandes decisiones que cambiaron el rumbo de civilizaciones no se tomaron con hojas de cálculo. Julio César cruzó el Rubicón sin tener certeza del resultado. Sabía que al hacerlo desencadenaba una guerra civil, pero también intuía que no actuar era condenarse a la irrelevancia.
Fue una apuesta política, militar y emocional. Alejandro Magno, desde su juventud, dirigía ejércitos tomando decisiones en función de señales, visiones y corazonadas que interpretaba como confirmaciones de su destino. Cleopatra, en medio de la tensión entre Roma y Egipto, supo leer no solo la política internacional, sino también los gestos, silencios y motivaciones de quienes la rodeaban. No fue solo una estratega lógica, fue una mujer con una aguda sensibilidad para los momentos históricos.
La psicología contemporánea ha intentado comprender este fenómeno desde varias perspectivas. Daniel Kahneman distinguió entre dos sistemas de pensamiento: el rápido, intuitivo, emocional; y el lento, deliberativo y lógico.
Ambos coexisten y se influyen mutuamente. Malcolm Gladwell popularizó esta idea en Blink, mostrando cómo en muchos contextos complejos tomamos decisiones en segundos, no porque improvisemos, sino porque nuestro inconsciente ha codificado patrones invisibles.
Desde la neurociencia, autores como António Damásio han demostrado que las decisiones humanas están profundamente ligadas a los circuitos emocionales del cerebro. Pacientes con daños en la corteza prefrontal ventromedial, por ejemplo, perdían la capacidad de tomar decisiones funcionales, aunque su razonamiento lógico siguiera intacto. Sin emoción no hay elección. Y sin intuición no hay dirección.
La intuición no es lo contrario del pensamiento crítico. Al contrario: es su pareja evolutiva. La intuición aporta velocidad, síntesis, conexión profunda con lo vivido. El pensamiento crítico aporta contraste, perspectiva, rigor y estructura.
Uno permite detectar señales; el otro, validarlas o descartarlas. En tiempos de estabilidad, el análisis puede bastar. Pero en entornos inciertos, donde los datos están incompletos y las variables cambian cada semana, las decisiones deben integrar algo más: visión.
O como diría Strauss Einhorn, preguntas que abran el campo en vez de cerrarlo. ¿Qué decisión tomada hoy seguirá teniendo sentido dentro de un año? ¿Qué enseñará esta decisión sobre nuestra forma de liderar? ¿Y si esta no es una crisis temporal, sino el nuevo clima permanente? ¿Cuál es el coste de esperar?
Estas preguntas activan un tipo de pensamiento que va más allá del cálculo. Llaman a una reflexión que combina sensibilidad y análisis. Y es precisamente ahí donde se sitúan los grandes líderes, de ayer y de hoy. Personas que no solo gestionan con datos, sino que se atreven a ver más allá de lo evidente. Sócrates, en la Atenas del siglo V a. C., no ofrecía respuestas sino preguntas que desafiaban las certezas de su tiempo. Su intuición filosófica le llevó a descubrir que el verdadero conocimiento comienza cuando uno reconoce su ignorancia.
Nicolás Copérnico, en pleno Renacimiento, desafió la visión geocéntrica dominante porque algo en su interior le decía que el sistema no encajaba del todo. Galileo Galilei, con su telescopio, confirmó aquella intuición y pagó el precio de enfrentarse al poder.
Y Charles Darwin, con la teoría de la evolución, transformó para siempre nuestra comprensión del ser humano, no por revelación divina ni consenso académico, sino por una intuición científica sostenida por observación y método.
Hoy, ese mismo coraje silencioso lo vemos en figuras como Jacinda Ardern, que supo sostener decisiones difíciles apelando a la empatía colectiva más que a la popularidad política. O en Katalin Karikó, cuya fe en una vía de investigación no reconocida —el ARN mensajero— fue vista durante años como una intuición sin fundamento, hasta que la evidencia la confirmó como clave para el desarrollo de vacunas que salvaron millones de vidas.
O en Yvon Chouinard, fundador de Patagonia, que eligió regalar su empresa al planeta porque intuyó que el verdadero liderazgo no consiste en poseer, sino en preservar. Todos ellos siguieron una voz interna que cuestionaba el consenso, y la sostuvieron con pensamiento crítico y determinación.
El pensamiento crítico, sin embargo, es el que permite que estas intuiciones se validen, se pongan a prueba, se confronten con hipótesis alternativas. No se trata de actuar por impulso, sino de saber cuándo una señal merece ser seguida.
De ahí la importancia de los entornos que fomentan la reflexión, la diversidad de opiniones y la práctica deliberada de hacerse buenas preguntas. En empresas que operan en volatilidad permanente, esta capacidad de decidir sin tener el 100% de la información, pero sin renunciar al análisis, se vuelve una ventaja competitiva.
Y en este contexto emerge una alerta ineludible. Eric Schmidt, ex CEO de Google, ha declarado recientemente que la superinteligencia artificial podría llegar en apenas seis años. Según él, la inteligencia artificial general (AGI), capaz de igualar a los humanos más brillantes, estará operativa en tres a cinco años.
Y poco después, presenciaremos la aparición de una IA que superará a la suma de todas las inteligencias humanas. Este avance, impulsado por sistemas que ya están generando su propio código y mejorando sus propios algoritmos, nos enfrenta a una transformación radical del conocimiento, el poder y la toma de decisiones.
¿Seremos superados en todo? Tal vez en muchas dimensiones técnicas, sí. Pero precisamente por eso, el desarrollo acelerado de la IA no exige que dejemos de pensar, sino que pensemos mejor. No exige que abandonemos nuestra intuición, sino que la afiancemos.
Porque la inteligencia artificial no intuye, no duda, no percibe el matiz emocional, no siente temor ni asombro. Puede responder a una pregunta, pero no puede generar una buena pregunta sin instrucción previa. Puede recomendar una acción, pero no puede cargar con el peso ético de sus consecuencias.
En lugar de competir en velocidad, debemos profundizar en complejidad. En lugar de buscar respuestas automáticas, debemos cultivar preguntas poderosas. La paradoja del siglo XXI es que cuanto más avanza la tecnología, más esenciales se vuelven las capacidades humanas que no pueden ser replicadas.
El juicio moral, la conciencia crítica, la empatía y la intuición no son lujos filosóficos: son nuestra última frontera de ventaja diferencial. En un mundo gobernado por algoritmos, pensar como humanos —con toda nuestra incertidumbre, sensibilidad y visión de futuro— no solo es útil. Es indispensable.
Decidir bien, hoy, no significa solo acertar. Significa ver. Significa conectar lo visible con lo invisible. Significa asumir el riesgo de actuar con sentido cuando el entorno no ofrece garantías. Y para eso, necesitamos recuperar la alianza entre intuición y pensamiento crítico. Juntos forman el núcleo de un liderazgo verdaderamente humano en tiempos de incertidumbre… y de superinteligencia.
***Paco Bree es profesor de Deusto Business School, Advantere School of Management y asesor de Innsomnia Business Accelerator.