
Jerome Powell
La independencia de los bancos centrales es una de esas ficciones útiles que los economistas repiten como dogma y que los políticos suelen invocar solo cuando no les conviene presionar. Pero en la práctica, esa independencia tiene el grosor del papel que la garantiza.
La Reserva Federal de Estados Unidos, paradigma de banco central fuerte, autónomo y dotado de una narrativa institucional sólida, no es ajena al juego del poder político, especialmente cuando se avecinan elecciones o cuando quien ocupa la Casa Blanca tiene un concepto instrumental del poder económico.
Basta tomar como referencia los años de Donald Trump en la presidencia. Desde su cuenta de Twitter —convertida en sala de prensa monetaria paralela—, el entonces presidente ha criticado en repetidas ocasiones al presidente de la Fed, Jerome Powell, por mantener unos tipos de interés que él consideraba demasiado altos.
Trump quería gasolina barata para la economía, crecimiento a toda costa, y su reelección como objetivo no declarado pero obvio. A pesar del supuesto blindaje institucional, la Fed bajó tipos en varias ocasiones.
Es cierto que había razones macroeconómicas para justificar algunos recortes —como la desaceleración económica o la incertidumbre derivada de las tensiones comerciales—, pero no dejó de ser sintomático que un presidente descaradamente intervencionista terminara doblando parcialmente la muñeca del banco central más influyente del mundo.
La misma Fed que, en la era Volcker, soportó tasas de interés del 20% para doblegar la inflación, resistiendo incluso las presiones del presidente Carter y después de Reagan, hoy parece más vulnerable al griterío populista de un expresidente que amenaza con volver al poder.
Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, el Banco Central Europeo se enfrenta a una paradoja todavía más compleja: es, por diseño, más independiente que la Fed, en tanto que responde a un mandato estrechamente definido —la estabilidad de precios—, pero carece del músculo político y simbólico que le permita sostener sus decisiones con convicción ante una ciudadanía que, en muchos casos, no entiende ni acepta su legitimidad.
El BCE es por diseño más independiente que la Fed pero carece del músculo político y simbólico que le permite sostener sus decisiones
No hay un “público europeo” homogéneo al que rendir cuentas. Hay diecinueve (y pronto más) países con realidades macroeconómicas dispares, con gobiernos que representan intereses nacionales incompatibles entre sí, y con electorados que viven la política monetaria como algo lejano y técnico, si no directamente ajeno.
En ese contexto, cuando la inflación supera el objetivo del 2% pero Alemania se preocupa por el estancamiento industrial y Francia por el paro estructural, ¿cómo debe actuar el BCE? ¿Subiendo tipos con agresividad al estilo Fed, o con un enfoque más diplomático, más lento, más “europeo”?
Christine Lagarde, con su perfil más político que técnico, representa bien esa tensión: no es una tecnócrata de manual como sus antecesores, sino una figura de consenso cuya autoridad no deriva de la tradición del cargo, sino de su habilidad para navegar entre ministros de finanzas, presidentes de gobiernos y pasillos de Bruselas. Y eso, en tiempos de alta inflación y bajo crecimiento, es una debilidad.
No se trata de una novedad. La historia del BCE está llena de episodios en los que la presión —aunque no política directa— ha condicionado su acción.
Vamos a dar una oportunidad a la paz, al diálogo y a la negociación. Si eso fracasara veremos qué hay que hacer
En 2012, Mario Draghi pronunció su célebre “whatever it takes” y salvó el euro, sí, pero no lo hizo como un banquero central aislado en su torre de marfil, sino como un político con alma de banquero, entendiendo perfectamente el momento. La línea entre independencia y oportunismo estratégico se volvió, en ese instante, difusa.
Y si volvemos a Estados Unidos, el contraste no alivia la sospecha. En la era Biden, la presión sobre la Fed fue menos explícita pero no menos presente.
Con los tipos aún altos y la inflación persistentemente por encima del objetivo, las voces dentro del Partido Demócrata reclaman mayor estímulo, mejores condiciones para la deuda pública, alivio hipotecario, etc.
La Fed, por ahora, se mantiene firme, pero la pregunta es por cuánto tiempo si Trump sigue con sus amenazas y su presión mediática.
La conclusión incómoda es esta: la independencia de los bancos centrales es más retórica que sustancia.
En última instancia, son instituciones políticas, no porque lo quieran, sino porque no pueden escapar de las consecuencias políticas de sus decisiones.
Ningún banco central sobrevive si actúa como si viviera en un vacío. Su credibilidad no descansa únicamente en su autonomía estatutaria, sino en su habilidad para convencer —o rendirse— ante el poder político.
Al final, como casi todo en economía, también la política monetaria es una cuestión de poder. Y el poder, cuando se siente amenazado, no respeta ni los estatutos ni la independencia.