Koldo García y Santos Cerdán.

Koldo García y Santos Cerdán. Diseño: Arte EE

Opinión

La factura de la corrupción en España: ¿hay manual de resistencia posible?

Aunque Sánchez y los socios del Gobierno se enfoquen en los prometedores datos económicos y los grandes retos sociales pendientes para salvar la legislatura, lo cierto es que la prosperidad de un país corre pareja con la calidad de sus instituciones y España, muy castigada ya por las macrocausas de corrupción de las últimas décadas, no perdona.

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31 de mayo de 2018. Es la fecha de la primera moción de censura exitosa de la historia de nuestra democracia. Aquella efeméride venía a marcar un nuevo ciclo político, o al menos así lo anunció su principal protagonista, el adalid de la gesta y hoy presidente del Gobierno, Pedro Sánchez Castejón.

Un nuevo ciclo político caracterizado, entre otras prioridades, por la lucha implacable contra la corrupción como punta de lanza.

Una lucha que quedaba en entredicho hace unos días tras la publicación del demoledor informe de la UCO, Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, en el que se describe con detalle las dinámicas del perverso triángulo “Koldo-Ábalos-Cerdán”.

Un triángulo que conforma la presunta trama criminal orquestada desde la cúpula del PSOE, marcada por las sustantivas mordidas de empresas por amaños en adjudicaciones de obra pública, indicios de posible financiación irregular y la sombra de pucherazo en las primarias que condujeron a Sánchez a la secretaría del PSOE en 2014. Un escenario digno del peor vodevil.

Cabe recordar que tanto Ábalos como Cerdán, además de haber ostentado la Secretaría de Organización del partido, fueron piezas clave para el ascenso y promoción política de Sánchez.

Lo que, a efectos de responsabilidad, sitúa al actual presidente del Gobierno en una situación muy comprometida, bien por su posible implicación directa en la trama, bien por su deficiente capacidad como gestor de su círculo de confianza más estrecho, como hipótesis más benevolente.

Una crisis de representación que cobra aún más fuerza en el actual contexto económico y social, por las enormes dificultades estructurales para el acceso a la vivienda

La trama “Koldo-Ábalos-Cerdán” ha resucitado los fantasmas de la España política y empresarial más rancia, corrupta y casposa.

Una etapa que ya se cría superada en el imaginario colectivo, como si la huella de las masivas reivindicaciones del 11M y las lecciones aprendidas sobre las razones que motivaron la moción de censura contra Rajoy, por los múltiples casos de corrupción que asolaban al PP en aquel momento (Gürtel, Bárcenas, Púnica, Kitchen…), hubieran sido tan solo un espejismo.

Una situación que abona una crisis no sólo política y de Gobierno, sino de representación, con las instituciones, la ciudadanía y, por ende, la democracia como principales damnificados.

Una crisis de representación que cobra aún más fuerza en el actual contexto económico y social, por las enormes dificultades estructurales para el acceso a la vivienda, especialmente entre los más jóvenes, las cicatrices de una población jadeante por las consecuencias de la espiral inflacionista de los últimos años.

También por una expectativa salarial muy desalineada con el coste de vida efectivo en la mayoría de regiones y provincias, o los ímprobos esfuerzos de pymes y autónomos para sobrevivir frente a la marea regulatoria e impositiva.

Aunque los datos macroeconómicos sostienen el relato del Ejecutivo, los acontecimientos recientes revelan la batería de millones que se siguen yendo por el sumidero y eso, por parte de un líder que vino a regenerar y a preservar el bien colectivo, no hay quien lo digiera.

¿Qué legitimidad ostenta Sánchez ya para seguir enarbolando la bandera del “gobierno de coalición progresista más limpio, sólido y estable de la Unión Europea”? No hay en la hemeroteca de los gobiernos europeos capítulos tan bochornosos ni narrativa más zafia.

La situación actual arroja la imagen de un Gobierno noqueado y profundamente expuesto, aún más si cabe, a las exigencias y chantajes de algunos de sus socios

Así las cosas, la situación actual arroja la imagen de un Gobierno noqueado y profundamente expuesto, aún más si cabe, a las exigencias y chantajes de algunos de sus socios como precio a pagar para perpetuarse en el poder.

Una debilidad que, además, se agudiza ante debates tan sensibles e inminentes como el incremento del gasto en defensa (hasta un 5% del PIB, según exigencias de Trump), que se debatirá en la Cumbre de la OTAN de la próxima semana en La Haya, o los múltiples retos que afronta la UE en el convulso contexto internacional actual.

Ahora bien, siendo honestos, dos cosas sostienen a Sánchez todavía. La primera es la falta de una alternativa de gobierno sólida y constructiva. El PP debe hacer autocrítica.

La estrategia de oposición tan agresiva que ha mantenido en estos siete años, negando reiteradamente la legitimidad y legalidad de unas mayorías parlamentarias democráticamente elegidas en las urnas, le ha restado gran cariz presidencialista e institucional.

Además, un gobierno de los populares pasa por el apoyo necesario de Vox, unos socios profundamente antieuropeos que siguen negando el cambio climático, la violencia de género, la diversidad sexual, vinculan inmigración con inseguridad, abrazan la embestida económica y comercial de Trump y niegan el apoyo a Ucrania.

El propio presidente debería haber mostrado menos resistencias a dar explicaciones con prontitud (demorar la comparecencia en el Congreso hasta el 9 de julio es un insulto)

Naturalmente, el dilema de o “presunta corrupción o ultraderecha” no es admisible, pero nadie quiere pagar el coste electoral de elegir entre lo malo o lo peor.

El segundo elemento que sostiene a Sánchez (quizá el más importante) es el cinismo del conjunto del arco parlamentario en la lucha contra la corrupción, con especial énfasis en PP, PSOE y Vox.

Aunque Sánchez lleve razón en que no hay ninguna organización exenta de corrupción y que la diferencia la marca la reacción para combatirla, debe entender, le convenga o no, que las “medidas” anunciadas son meros parches, una carcajada limpia ante una ciudadanía harta e indignada.

Por poner un ejemplo, la auditoría externa del PSOE carece de valor, pues se la está haciendo la propia Justicia. Por otra parte, si el PSOE y Sánchez se creen tanto la lucha contra la corrupción, deberían personarse en la causa “Koldo-Ábalos-Cerdán” o suprimir el aforamiento en casos de corrupción, tal y como le han reclamado algunos de sus socios.

Asimismo, el propio presidente debería haber mostrado menos resistencias a dar explicaciones con prontitud (demorar la comparecencia en el Congreso hasta el 9 de julio es un insulto), o haberse sometido, a una cuestión de confianza (sino propiciar un adelanto electoral), para tratar de revalidar su maltrecha legitimidad.

No olvidemos que desde que Sánchez llegó al poder en el 2018 el índice de percepción de la corrupción en España no ha hecho más que empeorar, con un súbito descenso de diez puestos en el ránking mundial el pasado año, según datos de Transparencia Internacional.

El PP, por su parte, además de contar todavía con varios casos de corrupción abiertos y pendientes de resolución (resulta inverosímil que se erijan como la pulcra paloma blanca), también carga con la deplorable gestión de Mazón en la dana del pasado mes de octubre, que ocasionó más de 220 víctimas mortales.

Feijóo, lejos de mostrar contundencia, ha oscilado desde la vergüenza y tímida condena hacia Mazón hacia su felicitación y abrazo al todavía President de la Generalitat por su aprobación de presupuestos con los de Abascal.

Además, y en esto también participa con Vox, han acordado la supresión de organismos tan relevantes en la lucha contra la corrupción como la agencia antifraude de Baleares o el debilitamiento de la Agencia Valenciana Antifraude, con un papel determinante en la supervisión del buen uso de los fondos públicos.

En definitiva, hemos retornado a la peor época del “Y tú más”, como si no hubiera pasado el tiempo, como si aquí no hubiera ocurrido nada. España congelada. La economía española sí acusa, sin embargo, el agónico desgaste de la corrupción como seña de identidad.

Una lacra que, además de mermar los recursos para los servicios públicos vía recaudación, resta gran potencia a la economía con consecuencias muy negativas: la inversión extranjera se retrae, la innovación se ahoga, la productividad se estanca, el gasto público se dispara, pérdida de incentivos para la formación, el mérito y el esfuerzo, entre otras.

En definitiva, no es un mero problema de Sánchez, del PSOE ni de su Gobierno (“una anécdota”, en palabras del presidente), sino de un debate de fondo sobre qué tipo de país queremos ser, de qué manera buscamos incentivar e inspirar a las futuras generaciones y de cómo elevamos la virtud de la ejemplaridad a la máxima categoría, para que todos los intereses partidistas pesen menos que el interés general.

*** Alberto Cuena es periodista especializado en asuntos económicos y Unión Europea.



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