Cuando paseaba el martes pasado a última hora de la tarde por Benicasim, contemplaba en el paseo marítimo casas y villas que me resultaban familiares, y respiraba una brisa que me llevaba a otros tiempos. La arena se bañaba con la espuma blanca de las tímidas olas bajo un cielo celeste y anaranjado mientras el aire impactaba levemente en nuestros rostros y hacía que nuestra deambulación pareciese tomada a cámara lenta.

Apenas unos caminantes se cruzaban con nosotros mientras admirábamos las apuestas farolas erguidas esperando a que les permitiesen alumbrar. Esos últimos minutos del día tranquilos, aquietados, únicos, y unos ladridos lejanos mientras las hojas de las palmeras giran en lo más alto.

El cielo va oscureciendo y nuestras pisadas se oyen solo por nosotros, aún queda camino y pienso entonces en aquel viaje apenas cumplidos los veintidós. Dos semanas de viaje por media Europa y la primera y la última parada aquí en Benicasim. Casi cuarenta años después vuelvo y me pregunto qué ha cambiado en todo este tiempo.

El tiempo pasa pero seguimos siendo los mismos. En el ecuador de mi carrera tenía unas ilusiones y unas metas logradas con creces. Hoy mi entusiasmo sigue trazando objetivos, pero me alegran más los éxitos de mis hijos que los míos propios.

Esos últimos instantes de la tarde entrante ya la noche, cuando la brisa toca suavemente nuestras caras, traen a nuestra memoria recuerdos de una época pasada que aún vivimos. Visitar de nuevo este lugar me lleva a concluir que no ha pasado tanto tiempo, quizás el tiempo no existe: los años, los meses, los días aparecen en nuestros calendarios pero nosotros seguimos ahí, en ese sitio. Algo de nosotros se quedó ahí en la costa y ahora nos reencontramos en este paraíso castellonense.

Aún refrescan sus cuerpos femeninos dos bañistas de mediana edad sin que les importe la temperatura del agua salada que cadencialmente va y viene hacia la orilla mientras ellas esperan una nueva embestida del mar. Oímos nuestras pisadas a unos cientos de metros aún de nuestro destino, las luces se encienden y el aroma de la vegetación se hace notar junto al aire húmedo de la costa.

Los rayos de sol que antes se posaban sobre el agua transparente de la piscina y los pinos verdes en la montaña aguardan refugiados allí arriba hasta que dentro de unas horas abra un nuevo día, un nuevo día de esperanza como aquel que nos llevó hasta la costa azul en nuestros años universitarios.

Un nuevo día como aquellos en los que paseamos por Marsella, Cannes, Niza y Mónaco. Y las noches en Génova y Venecia, las tardes en Verona y Salzburgo. Los palacios de Viena y Munich, los lagos suizos, las montañas austriacas. Y la vuelta a Benicasim.

El tiempo pasa y ya casi amanece a las seis de la mañana. Veo la playa bañada por las olas blancas y la fina arena junto al paseo marítimo sobre el que me apetece correr. Pero aún es de noche y puedo pensar que cada día es una nueva oportunidad para ser feliz y vivir intensamente.

Mi cuerpo flota mientras corro por el paseo en los primeros momentos del día, de otro día para vivir intensamente, para aprovecharlo en cada instante y nueva oportunidad. El tiempo pasa.