En su diario, Cristóbal Colón compara constantemente todo lo que ve con lo que conoce. Su única escala para medir las cosas es Andalucía. Al fundar la villa dominicana de La Isabela, dice que aquella vega le parece incluso más amplia que la de Granada, y que una montaña cercana ofrece piedra de mejor calidad que la de la catedral de Sevilla. La vegetación de La Española le recuerda a la Andalucía primaveral, incluso reconoce a la mujer tumbada de la Peña de los Enamorados de Antequera en uno de sus promontorios; después de varios periodos de comida escasa, el pan de yuca también le parece más sabroso que las rosquillas de Utrera.

En su tercer viaje, con el género del diario bien ensayado, el explorador de origen desconocido –como si fuese relevante donde naciese– describe el río Orinoco como una serpiente de agua más impetuosa que el Guadalquivir en tiempos de crecida. En otro pasaje, cuenta cómo los hombres de Hernando de Soto entran en La Florida y hallan a Juan Ortiz, un sevillano que había sobrevivido diez años entre indígenas tras la expedición fallida de Pánfilo de Narváez. Al ver su aspecto, lleno de tatuajes y con ropa local, los españoles están a punto de matarlo; el náufrago consigue salvar la vida en el último momento al formar una cruz con su arco y flechas, y gritando la única palabra que se le ocurre: “¡Sevilla!”.

Las comparaciones entre aquella y esta tierra las cuenta Esteban Mira en “Andalucía y América: flujos bidireccionales y lazos indisolubles”, en el que prueba que la retina del conquistador está condicionada por las imágenes recolectadas en sus varios vagabundeos por el sur de la península. A Colón le pasa lo que a muchos sevillanos cuando miden la altura de los edificios en base a la de la Giralda o los cauces de los ríos que visitan con la anchura del Guadalquivir: la conexión entre los ojos y la memoria nos obliga a traducir todo lo que vemos en cosas ya conocidas, una digestión de la escala mezclada con querencias familiares y tendencias chovinistas.

Este modo de ver el mundo filtrado por la experiencia no solo impregna los diarios personales, sino también los primeros mapas de América. La cartografía temprana de los territorios recién descubiertos, aunque pretende objetividad, es un ejercicio de pura analogía. En los márgenes de aquellas representaciones, lo desconocido se coloniza con nombres cristianos y referencias sentimentales: montes de Sierra Morena, ríos bautizados como Guadalete o Genil, ciudades con nombres de dolorosas sevillanas. El Nuevo Mundo no es tan nuevo; más bien una proyección del mundo conocido.

Los primeros mapas americanos son una suerte de espejos deformantes, con más de relato que de medición, más deseo que ciencia. No sorprende que las primeras imprentas colombinas publicasen crónicas donde las distancias se dan en jornadas “como de Sevilla a Córdoba” o donde el clima se describe como “templado, al modo de primavera andaluza”. Nombrar lo nuevo con lo viejo es una forma de domesticar el asombro. El río, la torre, la vega, la piedra caliza, el pan de anís, todo sirve como unidad de medida para un mundo que se abre con paladas de remo y pólvora.

El mapa del mundo deja así de ser un tablero de juego colonial para convertirse en una pizarra donde cada generación, ya mezclada, dibuja las fronteras de lo familiar. La Andalucía que una vez fue plantilla de América termina transformada por su propio reflejo, olvidándose ya de las raíces y las razones que le llevaron a cruzar el Atlántico, siendo un todo indisociable de sus esporas esparcidas.

En un diálogo magistral del teatro “El cartógrafo”, Juan Mayorga resume involuntariamente el sesgo de la mirada con la que Colón vio el nuevo viejo mundo y la imposible equidistancia de los mapas:

“El mapa hace visibles unas cosas y oculta otras. Los mapas cubren y descubren, dan forma y deforman. Si un cartógrafo te dice que es neutral, ya sabes de qué lado está. Un mapa siempre toma partido. ¿Por qué en Versalles, después del rey, el hombre más poderoso era su cartógrafo? […] ¡Cuántas catástrofes han comenzado en un mapa! ¡Buenos tiempos para el cartógrafo, tiempos difíciles para la humanidad!”

Entre mapas trazados con nostalgia y pólvora – también con la sangre de las matanzas coloniales o de la actual barbarie de Gaza–, tal vez uno de los planos conocidos más precisos sea el que dibuja, sin tinta, aquel náufrago que se salva exclamando “¡Sevilla!”. No es un grito de patria, ni de lugar, sino una forma de orientarse; una geografía interior que, ante lo desconocido, le ofrece la única certeza posible: la de lo ya vivido.