Hace unos días volví al Museo del Louvre. Paseaba por sus salas con la misma mezcla de asombro y emoción que sentí la primera vez que crucé sus puertas, hace ya algunos años. Han sido muchas las ocasiones en que he recorrido sus galerías, dejándome llevar por sus piezas milenarias. Porque estar en el Louvre es como caminar por un atlas infinito del arte, donde siglos de belleza se encarnan en lienzos y mármoles. Pero he de confesar que, entre tanta emoción, no puedo evitar dejarme invadir también por un sentimiento de rabia, puesto que en esas mismas paredes cuelgan, como si nada, obras de Alonso Cano, Bartolomé Esteban Murillo o Francisco de Zurbarán, muchas de ellas arrancadas de distintas ciudades españolas durante la ocupación napoleónica. La deslumbrante hermosura de lo que allí se expone no borra, por más que lo intente, la memoria de su expolio.

Pero, cuestiones históricas aparte, esta vez hubo algo que me sorprendió especialmente. Fue constatar cómo los museos se han convertido, poco a poco, en escenarios para la autoficción digital. El Louvre no es un caso aislado. Pasa en el Prado, en la Galería de los Uffizi o en cualquier monumento, por irrelevante que pueda parecer. La escena se repite con una monotonía casi cómica. Sorprende observar cómo hay turistas que recorren medio mundo para encontrarse con una obra maestra… y le dan la espalda. Literalmente. En lugar de mirar a la Monalisa, posan delante de ella. En vez de detenerse ante la sensualidad clásica de la Venus de Milo, activan la cámara delantera del móvil para capturar su propio perfil. Como si el verdadero arte no estuviera en la obra, sino en el ángulo del selfie.

Un museo con más de 35.000 obras expuestas y la mayoría de los visitantes se agrupan en torno a una vitrina para hacerse una foto borrosa entre codazos. Parece que nadie se detiene a mirar. Nadie recuerda que, quizás, tras miles de kilómetros de viaje, esa sea la única vez en su vida que tendrán delante la portentosa efigie de la Victoria de Samotracia o el impresionante lienzo de Las bodas de Caná de Paolo Veronese. ¿Cómo es posible que, tras siglos de luchas por el acceso universal a la cultura, estemos tan dispuestos a despreciarla?

La experiencia estética, la auténtica y verdadera, requiere tiempo, silencio y presencia consciente. Es un acto de entrega absoluta con la obra. Y eso, en la era del scroll infinito, parece haberse convertido en una excentricidad. Hay quien pasa más tiempo editando una historia de Instagram que contemplando la misteriosa expresión de la Gioconda o quien prefiere sentarse en los sofás de las galerías, no para descansar del arte, sino para revisar los me gusta que su foto ha provocado en sus seguidores. Viendo esa estampa, a veces me pregunto si, de prohibirse los móviles en los museos, quedarían siquiera la mitad de los visitantes.

Sin embargo, ante una evidencia tan clara, nadie parece alarmado. Todo lo contrario. Los museos lo toleran, incluso lo incentivan, porque las redes también son parte del negocio. Hoy, para muchos, ir a un museo es un acto de consumo cultural. Como quien va a un restaurante caro solo para subir la foto del plato. Se trata de decir aquello de “yo estuve aquí”. Pero, ¿realmente estuvieron? ¿Miraron de verdad el arte? ¿Se dejaron atravesar por la belleza, por la historia y por la emoción que habita en cada una de las obras?

El arte, ese territorio de lo sagrado y lo bello, se ha convertido así en un decorado para la vanidad. Y eso, lamentablemente, me entristece. Porque hay algo profundamente valioso en mirar un cuadro sin otro objetivo que el de emocionarse o, simplemente, estar. Porque el arte no necesita que lo compartamos, sino que lo vivamos. Frente a frente. Sin filtros. Sin urgencias. Sin darnos la vuelta.