
La directora Carla Simón (segunda por la izq.) junto a los actores Llúcia García y Mitch Robles y la productora María Zamora, este miércoles en el Festival de Cannes. Foto: EFE/EPA/Guillaume Horcajuelo
'Romería' o la rabia de Carla Simón
Tras el éxito de 'Alcarràs', la cineasta catalana cambia de rumbo. Presenta su película más arriesgada y rabiosa, con la que compite en la Sección Oficial del Festival de Cannes.
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Hay rabia en las entrañas de Romería. Rabia, como una vibra que contradice la empatía pegajosa que el realismo nos ha llevado a esperar. Una energía asincopada que moviliza e inquieta un gesto de autoconocimiento a priori terapéutico y personal.
Para su tercera película, Carla Simón inventa unas ficticias vacaciones en Vigo para su jovencísimo álter ego, Marina (Llúcia Garcia), en busca de puentes que iluminen las experiencias adolescentes de su madre, escritas en su diario íntimo, y una batería de preguntas muy personales, que van interrumpiendo o capitulando la película. "¿Qué persona sería si me hubiera criado con la familia de mi padre?", plantea Simón directamente al patio de butacas.
Este es un cuestionario íntimo que Romería llega decidida a resolver sólo a través de sus imágenes, bien lejos de la palabra o del juicio. Porque a veces pensamos demasiado, cuando hay cosas que sólo se explican viéndose. Aun así, y ahí entra la rabia: siento que por primera vez Simón marca una distancia real con sus personajes.
Indigestas comidas familiares
Marina viaja a Vigo para encontrarse por primera vez con la familia de su padre biológico, que pasó sus últimos años encerrado en el hogar familiar, antes de fallecer de SIDA. La chica sabe que allí acude movida por una suerte de exploración emocional, para saber qué era posible sentir en el Vigo de los ochenta, y qué era tabú, aún, en el Vigo de los dos mil. Queda por comprobar si es lo bastante valiente para mantenerse firme en la pregunta, a contramar de las represalias que su incómoda presencia despertará.
La joven es acogida por su tío menos cerrado y "biempuesto", el infantil Lois (Tristán Ulloa), quien la conecta con el resto de ramas de un seno familiar muy chapado a la antigua: la cruel y estereotípica "karen" Olalla (Miryam Gallego), la amedrentada Xulia (Janet Novás) y la oveja negra fugada y dependiente, Iago (Alberto Gracia). La película les dará a todos turno de palabra; eso sí, reconstruyendo un hogar tóxico donde el afecto se presenta de forma sólo anecdótica, en alguna sobremesa lo bastante alargada para que alguien arranque a cantar, tocado por el anís. Nunca Carla Simón había "dicho" las cosas tan claras.
Tanto que, siguiendo los pasos de Lucrecia Martel, Romería en ocasiones patina en subrayar los abusos que riegan esta ciénaga humana. Los tentáculos del padrino (el abuelo, José Ángel Egido) y las neurosis de su mujer (la abuela, Marina Troncoso) han contaminado el simple "estar" de un clan que arrincona, silencia y reprocha por defecto. Entre secretos desvelados y acciones para coartar el interés molesto de Marina, las violencias llueven sobre mojado, e incluso Tristán Ulloa se ofusca de manera tan visible como excesiva, muy de personaje. Pero quizás todos los niños grandes son todos un poco personajes.

Un fotograma de 'Romería', de Carla Simón. Foto: Quim Vives
Tantas voces en primera persona del singular resuenan unificadas bajo la presencia de Llúcia Salas (de rasgos angulosos, como de estrella del cine moderno), perfecta capitana de este poblado amalgama. Hablan las madres de Marina y de Simón, a través de pasajes repletos de dabuten y castellanismos. Habla la hija, que lo graba todo con una camarita digital.
Habla el propio formato diarístico, que, leído por la protagonista, se convierte en una suerte de correspondencia a muchas partes, y la propia Simón, que lo capitula todo alrededor de esas preguntas que, como el agua, no pueden encontrar solución, sólo paso. Y finalmente habla una habilísima Llúcia, enriqueciendo un guion muy escrito con los destiempos y grumos corrientes del habla adolescente, inexperta.
Milhojas personalísimo y de piel, Romería podría ser la hermanada cinematográfica de las "nuevas" autoras del panorama literario fantástico catalán (Elisenda Solsona, Roser Cabré-Verdiell). Este tipo de autoficción revienta las fórmulas, adentrándose sin fondo en sus pasajes oníricos y contradiciendo la tendencia del cine anterior de Simón, de un realismo bien-dispuesto para apelar al natural-convenido. No obstante, aquí la cineasta juega constantemente con la resistencia de una tortícolis dolorosa, fosilizada sobre un mal gesto, invisible.
Tampoco en sus soluciones formales es evidente. En el jardín, una noche Marina se distrae tocando un móvil muy parecido al de Juliette Binoche del Azul de Kieslowski, en una evocación fácil del ensimismamiento. Pero luego Simón corta a un plano general, donde el cuerpo de ella queda todo visible, rodillas flacas ante la oscuridad del jardín y entre lo voluminoso del mobiliario típico de una familia suburbana y feliz (a costa de qué).

Una escena de la película 'Romería'. Foto: Quim Vives
El brío cromático de Hélène Louvart, con quien la cineasta colabora por primera vez, da a esta Familia sumergida (de María Alché, también con fotografía de Louvart) un deje expresionista que contesta a la energía rabiosa generalizada: el runrún tras el verde profundo del mar gallego, en contraste con el rojo hiriente del vestido de Marina, que nos llevan a los retratos desolados de Hopper o a la primera Naomi Kawase, la que purgaba los demonios familiares con películas feas pero indudablemente personales.
Romería es tan kitsch, antipopular e inspirada como todas aquellas. Aunque se resuelva haciendo las paces con lo que hay, claro, porque no hay nada más que hacer. Pero la rabia… La rabia exuda ideas, da pila. Qué buena es la rabia.