Hubo un tiempo en que el mandato de “no robarás” no necesitaba nota a pie de página, ni interpretaciones, ni matices. Se trataba de un mandato claro, cuando la conciencia aún dolía. Pero vivimos en la era de las acotaciones, de la letra pequeña, del “sí, pero” que acomoda como excusa y justifica. Todo se relativiza. Todo se justifica si el resultado interesa y el poder lo bendice.

Se ha pasado del “ojo por ojo” al “mejor no mirar”. La justicia, que debería ser ciega por independiente e imparcial, ahora guiña un ojo según quién mire y a quién mire. La ley se interpreta con una flexibilidad que más parece yoga institucional. Y la verdad… la pobre verdad… apenas sobrevive como eco en los pasillos donde lo que importa no es lo que se dice, sino quién lo dice y para qué.

Está claro que robar no es solo sustraer bienes, es también hurtar la confianza del otro, falsear la palabra dada, disfrazar el abuso de gestión, es travestir el interés propio de servicio a los demás.

La conciencia se ha vuelto un mueble viejo que apenas se limpia. Cada cual la acomoda según sus necesidades. Si hay poder de por medio, la pulen un poco. Si no, la guardan en un rincón. El honor se alquila por legislatura. La lealtad se arrienda por conveniencia. El decoro se vuelve accesorio. ¡Viva!

Y sin embargo… aún hay quienes no se callan.

Porque decir la verdad, en este tiempo de disfraces, es un acto de delicado coraje; casi una elegancia del alma. Un gesto sencillo, pero incómodo. Un susurro firme en mitad del griterío. Gracias a ellos —los periodistas que aún se deben a la verdad, los ciudadanos que no se resignan— lo mal hecho puede nombrarse. Aún hay palabra que desenmascara. Y quien quiera oír, que oiga. Y que escuche con la conciencia que le quede despierta.

Y en medio de este país que se busca a sí mismo entre titulares que duran horas, emerge Toledo. Con su Corpus. Con su silencio altivo y sagrado. Donde aún se pasea la dignidad entre tapices, balcones engalanados y romero en el suelo, como si todo pudiera volver a ser limpio. Allí no hay relato. Hay gesto. No hay promesa. Hay fe. Una ciudad que recuerda que no todo se compra. Que hay cosas que, simplemente, se respetan.

Porque cada año, cuando sale la custodia por las calles, algo se ordena. Como si nos recordaran que aún hay otro modo de vivir. Que aún hay solemnidad, no impostada, sino natural. Que el oro, cuando no se mancha de codicia, también puede ser símbolo de luz.

España, que tantas veces parece agotarse en su propio ruido, necesita recuperar algo de eso: de gesto auténtico, de mirada clara, de palabra honrada. Necesita que el “no robarás” vuelva a doler, si se incumple y vuelva a ser castigado. Que no se diga con sorna, sino con el respeto que se le da a lo sagrado, porque los valores de una nación lo son. Aunque haya quien confunda astucia con inteligencia y retuerza la ley como si fuera una toalla vieja. Que no nos roben también la capacidad de distinguir. De indignarnos. De exigir.

No robarás. Ni la plata, ni la honra, ni la verdad.