
Álvaro Rico en 'El jardinero'. Foto: Netflix
La 'Ecuación Netflix': un montón de fiascos por cada 'Black Mirror'
'El jardinero', 'Nueva vida en Ransom Canyon', 'Pulso'... por cada 'Black Mirror', la compañía estadounidense nos trae un muestrario de fiascos que van desde lo mediocre a lo abominable.
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El presente texto no tiene por objetivo analizar el impacto en el modelo de distribución y de consumo de teleficción implantado por la compañía fundada por Reed Hastings y Marc Randolph en 1997. No es este un blog que, por lo general, se dedique al análisis industrial, a no ser que determinadas innovaciones tecnológicas o la implantación de cambios sustanciales en la difusión tengan consecuencias sobre lo puramente creativo. Así que lo que leerán a continuación no pretende menoscabar la evidente revolución que supuso la llegada de la marca de la gran N roja para el mundo de la televisión y del streaming.
Sin embargo, sí que obedece a los propósitos de este espacio indagar sobre el nivel cualitativo, en términos narrativos y estéticos, de las numerosas propuestas que alimentan, semana tras semana, un vastístimo catálogo cuya renovación constante está en la base del negocio de la compañía radicada en Los Gatos.
El balance es, digámoslo ya, y seguramente para sorpresa de nadie, decepcionante. Insisto, no se trata de evaluar ese fracaso en función de las muchas o pocas horas de visionado que las series de las que a continuación hablaremos hayan proporcionado a la plataforma, sino de su nula capacidad de riesgo, su pobreza formal y la reiteración de patrones dramáticos comunes a la mayoría de todas ellas.
Por más que la séptima temporada de Black Mirror —estrenada el 10 de abril— carezca del punch de sus primeras entregas —y no poco tiene que ver con ello su paso del Channel 4 británico a Netflix y su consiguiente inclusión en el reparto de caras conocidas (de Miley Cyrus a Jon Hamm)—, la afilada escritura de Charlie Brooker sigue proponiendo reflexiones audaces sobre cómo los avances tecnológicos modifican nuestra realidad, por más que lo que antes apuntaba hacia la distopía ahora prácticamente dialogue con el presente.
La gran protagonista de la nueva tanda de episodios es la Inteligencia Artificial, si bien los distintos usos que se proponen no funcionan siempre igual de bien, irregularidad por otra parte habitual en las series antológicas. Buena parte de los episodios no están a la altura de sus premisas, pero un capítulo como Gente corriente resulta más interesante en términos de análisis sociológico, captura de tendencias y retorcimiento de la dramaturgia que cualquiera de las últimas diez series que ha estrenado la plataforma que dirigen Greg Peters y Ted Sarandos.
Es cierto que hay partes menos afortunadas (Juegos), otras alargadas en exceso (Hotel Reverie), algunas en las que el supuesto tecnológico no cuenta con la carga de verosimilitud necesaria como para que su pátina terrorífica nos cause la congoja suficiente (Bête Noire)... Todo eso es cierto, pero no lo es menos que uno ve Eulogy y se da cuenta de que Brooker sigue teniendo mejores ideas que casi nadie, y aunque quizá ya no sea tan incisivo ni tan bestia como en The National Anthem, sigue dando en el blanco.
El problema está en que, por cada Black Mirror, Netlix nos endilga un muestrario de fiascos que van desde lo mediocre a lo abominable pasando, sin excepción, por lo formulario, algo a lo que el creador de El mundo según Philomena Cunk es alérgico. Pensemos en algunos estrenos que han acompañado el lanzamiento del que es, sin duda, uno de los grandes hits de Netflix.
Apenas un día después del aterrizaje de Black Mirror, llegaba también El jardinero (Miguel Sánchez Carral, 2025) en la que el Norman Bates de Freddie Highmore se viste de Dexter, todo bajo la atenta tutela de la heredera de La casa de las flores (Manolo Caro, 2018-2020).
Elmer (Álvaro Rico), sufre una dolencia en el lóbulo frontal que le impide sentir nada. Su madre, la China Jurado (Cecilia Suárez), utiliza el negocio de jardinería familiar para ocultar un delivery de asesinatos por encargo: allí los clientes lo mismo te piden un búcaro de lirios que un suicidio simulado. Todo se tuerce cuando Elmer, nuevo contratiempo médico mediante, se enamora (¡siente!) de la chica a la que le encargaron eliminar. Y no falta la pareja de policías que investiga las desapariciones de esas personas a las que nuestro jardinero fiel convierte en abono para caléndulas.
No es que la mezcla no salga bien (que no), ni que el pretexto argumental no funcione (que tampoco) —otros hicieron algo similar con bastante fortuna, piensen en The Cooler (Wayne Kramer, 2003), aquella película con William H. Macy en la que un gafe a sueldo de un casino perdía su poder para anular la suerte de los jugadores cuando se enamoraba— es que la ejecución es mucho peor que su estrambótico planteamiento.
La voz en off de la madre que mastica todo lo que vemos. La música, ya sea la compuesta por Lucas Vidal o el machacante soundtrack, ilustrando cada pasaje para que estemos al corriente de todo cuanto sucede mientras planchamos, hacemos la torre Eiffel con palillos o montamos un jardín vertical. Una realización enfática, saturada de subrayados —¿que se habla de una casa en México? Foto de la casa— y lastrada por una serie de tics pintones (malditos drones) que solo pretenden que la cosa parezca moderna. Sorpresa: es más vieja que Dragnet. La versión del 54.
Por seguir con otro monumento al copy/paste, pensemos en Nueva vida en Ransom Canyon (April Blair, 2025), estrenada justo uno semana después de Black Mirror. He aquí un "Yellowstone meets Friday Light Nights".
Y no solo porque haya rancheros, invasores externos (en este caso bajo las siglas de una compañía de distribución de agua), partidos de fútbol americano o aparezca Minka Kelly, es porque las tramas y los conflictos de los personajes parecen sacados de una planta de reciclaje de guiones: el viudo que también pierde a su hijo (hola John Dutton), la tensión sexual no resuelta (Tim Riggins/Lyla Garrity), los conflictos entre adolescentes/adultos, el chico que te conviene versus el que te mola, la entrada del neocapitalismo en un entorno conservador en un sentido arcaico como es Texas... Si te dicen que la serie la ha escrito una inteligencia artificial, te lo crees.
Y te lo crees porque, en realidad, aquí solo hay re-creación, una fusión de argumentos mil veces vista, que además, y como en El jardinero, cuenta con una realización efectista, en la que se abusa tanto de los drones como de los violines (en este caso de una playlist que podría ocupar varias horas de programación en Kiss FM). De lo único que te dan ganas es de volver a ver Friday Night Lights (Peter Berg, 2006-2011) o, ya puestos, Dallas (David Jacobs, 1978-1991).
Otro refrito infumable es Pulso (Zoe Roby, 2025), un drama médico que hace que The Pitt sea una obra de vanguardia únicamente por no utilizar música extradiegética. La narración dislocada, los romances sanitarios, una banda sonora tan molesta como el hilo musical de un ascensor compuesto por Bunbury, un tema de actualidad —el acoso laboral y el consentimiento— y una catástrofe natural (un huracán).
Se adorna todo esto con unos efectos especiales de trabajo de fin de curso de peli norteamericana de los 90 que hacen que reces porque el huracán suba de categoría y acabe con todos. Otra serie sin riesgo, hecha con una plantilla, que te hace pensar que Anatomía de Grey es corta y New Amsterdam el Ciudadano Kane de las series de médicos.
Agotado como el tipo de Netflix que debió de leerse todos estos guiones mientras consumía hectolitros de café y gas de la risa a destajo, buscas la fiabilidad de un género como el nordic noir antes de optar por sacarte los ojos con un sacacorchos y sellarte los oídos con silicona. Y entonces te pones La cúpula de cristal, miniserie sueca escrita por la dama del misterio Camilla Lackberg en la que una criminóloga residente en Estados Unidos, que fue secuestrada cuando era niña, regresa a Granås, el pequeño pueblo en el que vive Valter (Johan Hedenberg), su padre, para asistir al entierro de su madre, ya que ambos la adoptaron tras su abducción.
Durante su a priori breve estancia, una amiga suya es asesinada y su pequeña hija desaparece, así que en lugar de volver a Estados Unidos, nuestra heroína decide quedarse para ayudar con la investigación de ambos casos que, además, parecen tener cierta relación con lo que a ella le ocurrió en el pasado.
¿Es esta una serie especialmente mala? No. ¿Funciona? Digamos que sí. Entonces, ¿dónde está el problema? Pues, de nuevo, en apoderarse de viejas formulaciones y no darles una vuelta. En limitarse a ser explícitos y funcionales. A hacer lo que hicieron la The Killing (Soren Sveistrup, 2007) danesa o incluso Jordskott (2015) y a no atreverse a ir más allá, como sucede, por ejemplo y sobre todo en términos de dirección, en The Investigation (Tobias Lindholm 2020).
La serie posee cierta solidez tonal, un tanto rota por esos insistentes flashback enfáticos, pero los giros de guion funcionan y los directores Henrik Björn y Lisa Farzaneh saben sacarle partido a ese paisaje de nieves eternas y bosques frondosos tan propio del subgénero. No es que sea una mala serie, es que la hemos visto mil veces.
Cerremos con una marcianada en la que, al menos, se atreven a salirse de lo que parece pautado desde los despachos de la compañía californiana. Se trata de Proyecto OVNI, miniserie polaca de cuatro episodios que seguramente pasará desapercibida incluso en su país de origen. Con la ciencia-ficción como coartada, se trata de acuñar una crónica social en clave cómica de la Polonia de los 80, aquella que andaba sometida por el partido comunista, zarandeada por un repentino cambio de presidencia y sujeta a las tensiones de la Guerra Fría.
La improbable unión entre el Iker Jiménez de Varsovia y el inventor de los OSNIs, un tipo que afirma que los alienígenas no proceden del espacio exterior sino del fondo del mar (de ahí la S del acrónimo referida a sumergido), servirá para tratar de confirmar que el haz de luz que emerge del fondo de un lago viene de otro mundo. Al final, la excusa extraterrestre (o intraterrestre) es lo de menos, pues la serie habla de la instrumentalización de un relato en beneficio propio independientemente de que sea verdad o no.
Proyecto OVNI aprovecha al máximo un muy buen diseño de producción, le saca partido a la opresión rusa y al clima de un país en el que el arribismo se ha convertido en ley. Es cierto que el argumento se pierde en un sinfín de tramas secundarias que rebajan su potencial alegórico, pero al menos el trabajo de Kasper Bajon se aparta de la tónica general de una Netflix que parece haber implantado un régimen de totalitarismo narrativo y estético entre sus filas, como si solo hubiese una manera de entender los relatos y sus imágenes.