El Papa Francisco.

El Papa Francisco. Reuters

Columnas TIRANDO DEL HILO

Sé quién va a ser el próximo Papa

De los últimos tres Papas se ha dicho que fueron una representación de las virtudes teologales que eran urgentes en su tiempo y de las que probablemente se desconocía su necesidad.

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La primera vez que escuché hablar de Pierbattista Pizzaballa fue hace escasas semanas. En concreto, este pasado Domingo de Ramos.

Eran las cinco de la tarde y acabábamos de llegar a Jerusalén. A las afueras de la Ciudad Antigua, esperando para poder entrar en el Hotel Notre Dame, nos encontramos con una procesión de Domingo de Ramos.

Rodeado por scouts católicos y acompañado por fieles con palmeras, caminaba y saludaba un cardenal.

El Vaticano.

El Vaticano. EFE Vaticano

“Es Pizzaballa”, me dijo mi amiga al oído. “Este hombre es un santo. Además, es papable”.

Esta fue, como ya he dicho, la primera vez que escuché este nombre y también fue la primera vez que vi a este hombre. Según me comentó mi amiga, era el Patriarca de Jerusalén. Y según me comentó también, al comienzo de la guerra se ofreció a intercambiarse por los niños que estaban siendo retenidos como rehenes en Gaza.

Cuando ocurrió el ataque del 7 de octubre, Pizzaballa no vestía el color del cardenalato desde hacía mucho tiempo. Por no decir que no llevaba casi nada: apenas una semana.

Pero fue entonces, rodeado por la rápida escalada de las hostilidades en la tierra de la que él era patriarca, cuando el significado de su nombramiento adquirió pleno sentido.

Porque en el rito de la creación de un cardenal, la Iglesia emplea las siguientes palabras: usque ad effusionem sanguinis.

Hasta el derramamiento de sangre.

Ese es el significado del color. Ese es el significado del cargo.

Como dijo Pizzaballa en una ocasión, los cardenales de nuestro tiempo ya no son los príncipes de la Iglesia. Son sus servidores y también los del pueblo de Dios.

Unos días después de este primer encuentro, volví a ver al cardenal Pizzaballa en la misa de Pascua de Resurrección en el Santo Sepulcro.

Era sábado de madrugada. Y a pesar de las pocas horas de sueño y del cansancio, a pesar de llevar horas de pie, intentando ignorar a la gente que no dejaba de hablar en murmullos, un fragmento de su homilía se abrió paso para estrenar una especie de profecía: “No se trata de ser inconscientes ni visionarios. Se trata de tener fe, de creer firmemente que Dios guía la historia. A pesar de la pequeñez de los hombres, Dios no permitirá que el mundo se pierda".

Por entonces, Francisco aún no había fallecido. Aún estábamos en ese breve impasse de calma que nos había concedido después de su alta hospitalaria. No habían empezado aún todas estas quinielas que ponen a cualquier católico los pelos de punta, ni se había dado rienda suelta a los sermones de gente que probablemente no ha pisado un templo en los últimos diez años sobre lo que en un futuro debería hacer o dejar de hacer la Iglesia católica.

Las palabras de Pizzaballa, previas a toda esta vorágine de acontecimientos, han adquirido una luminosidad particular en estos días.

Porque podemos debatir hasta que se nos quede la boca seca si la Iglesia necesita más apertura o más recogimiento. Si lo que verdaderamente le hace falta es más tradición o más modernidad. Más ímpetu o más humildad. Más celo doctrinal o más laxitud.

Podemos preguntarnos y divagar y elucubrar sobre quién será el próximo Papa. Sobre quién debería ser el próximo Papa. Sobre lo que necesita la Iglesia católica hoy y mañana y siempre.

Pero hay una buena probabilidad de que no acertemos. De los últimos tres Papas se ha dicho que fueron una representación de las virtudes teologales que eran urgentes en su tiempo y de las que probablemente se desconocía su necesidad.

Juan Pablo II fue el bastión de la esperanza.

Benedicto XVI, el refugio de la fe.

Y Francisco, el amparo de la caridad.

Reunión entre Francisco I y Benedicto XVI.

Reunión entre Francisco I y Benedicto XVI.

¿Ahora qué le hace falta a la Iglesia? O, mejor dicho, ¿ahora qué debe hacer la Iglesia?

Pues lo que lleva haciendo desde su fundación. Tener fe y tender una mano al corazón de la humanidad para acompañarlo hacia la Verdad.

¿Será el cardenal Pizzaballa el elegido para llevar a cabo este cometido? No lo descarto. Igual que no descarto que sea cualquiera de los otros 134 cardenales elegibles para el cargo.

Podría ser Parolin. Podría ser Ambongo. Podría ser Tagle.

Y también podría ser el cardenal de la última fila del que sólo han oído hablar en su diócesis.

Es por esto que he hablado de mis encuentros con Pizzaballa. Porque se trata de un cardenal muy preparado, seguramente muy capaz de asumir la encomienda y cuyo nombre yo no había oído mencionar hasta hace un par de semanas.

Por mucho que nos queramos sentar frente a nuestra bola de cristal y jugar a ser dueños del futuro; por mucho que nos guste pensar en la elección del Papa en clave de unas elecciones generales a la presidencia del gobierno; por mucho que nos decantemos más por este cardenal o por aquel; hay grandes hombres, muy bien preparados, más o menos conocidos, que podrían hacer una gran labor al frente de la Iglesia y de los que muy posiblemente ni hemos oído hablar.

Puede resultar una respuesta insuficiente, pero es la única posible.

Además, los últimos cónclaves ya nos han enseñado el misterio de las sorpresas.

Juan XXIII fue una de ellas, igual que el papa polaco que proyectó la Iglesia al mundo entero y gritó a los cuatro vientos “no tengáis miedo de mirarlo a Él”.

¿Entonces por qué digo que sé quién va a ser el próximo papa?

Porque sé que va a ser un hombre católico con menos de ochenta años.

Un hombre, esperemos, con una conciencia clara, una fe adulta y firme, y un corazón abierto.

Pero a partir de ahí, todo es posible.

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