A veces me gustaría no tener que escribir esto. A veces me gustaría pensar que exagero, que el mundo va mejor, que las cosas cambian. Pero no. Hay días en los que me da tanta vergüenza lo que somos como sociedad que me dan ganas de apagarlo todo, cerrar la puerta y no mirar atrás. Vergüenza de la de verdad, de la que escuece. De la que no se cura con excusas ni comunicados.
Porque uno aprende a vivir con lo que le toca. No lo eliges. No marcas una casilla diciendo “quiero tener una discapacidad”. Te toca. Por casualidad, por genética, por destino, por una mala caída. Y entonces te haces fuerte. Te haces fuerte porque no queda otra. Aprendes a vivir con la mirada que duda, con el gesto que compadece, con la rampa que no existe. Te haces fuerte porque tienes que demostrar el doble para que te valoren la mitad. Porque hay que ganarse un sitio en un mundo que, aunque diga lo contrario, no está hecho para ti.
Pero hay algo que sigue doliendo. Más que cualquier barrera física. Más que cualquier limitación. Duele ver cómo se juega con nuestra realidad como si fuera un eslogan. Cómo tantas empresas y organizaciones ondean la bandera de la inclusión como si fuera una moda, una oportunidad de marketing. La convierten en una pegatina para las redes sociales, en una forma de entrar por la puerta de atrás al dinero público. “Somos inclusivos”, dicen. Hasta que suena el teléfono de un instituto, de un colegio, pidiendo una oportunidad para un chaval con discapacidad que solo quiere hacer prácticas, aprender, crecer. Entonces la sonrisa se borra. Entonces llega el silencio. O el “no tenemos plazas”. O el “ahora no es buen momento”. Y la puerta se cierra. Otra vez.
Y ese chaval, que lleva toda su vida sorteando obstáculos, que ha aprendido a convivir con lo que muchos ni imaginan, se va a casa creyendo que no vale. Que no tiene sitio. Que no hay hueco para él ni siquiera en las empresas que presumen de defenderlo. ¿Qué mensaje estamos enviando? ¿Qué coño estamos haciendo? Esto no va de quedar bien. Va de ser valientes. Va de ponerle rostro humano a las palabras que tanto se repiten. ¿Queréis hablar de inclusión? Empezad por mirar a los ojos a quien os pide una oportunidad y dejar de juzgarle por su discapacidad. Porque esa persona ya ha hecho lo más difícil: levantarse cada día con el peso de una sociedad que le pone zancadillas. Lo mínimo que podemos hacer es no empujarle también nosotros.
Esto no va de caridad. Va de justicia. De humanidad. De coherencia. Porque no se puede ir por el mundo dando lecciones mientras se le cierra la puerta a quien más lo necesita. Porque detrás de cada “no”, de cada silencio cobarde, hay una historia que se rompe. Un futuro que se enfría. Un chaval que empieza a creer que su lugar está siempre al margen.
Y esto que cuento no es una metáfora. Es real. Ha pasado esta misma semana. En mi ciudad. En A Coruña. Con nombres y apellidos, con profesores que pelean, con chicos que sueñan, y con empresas que prefieren seguir vendiendo humo mientras giran la cara.
Eso, señores, no es inclusión. Eso es mentira. Y duele. Duele mucho.
Así que la próxima vez que alguien cuelgue un cartel de “Empresa Inclusiva”, que piense si realmente tiene el valor de abrir la puerta cuando alguien con discapacidad llama. Porque si no lo hace, lo único inclusivo que tendrá será el cinismo.
Y de eso, ya vamos servidos.