Temo que me tomen por un pelma, dado que es la tercera vez que dedico una columna a esta cuestión. Pero es que no me resigno a ser voz que clama en el desierto, y entretanto no deja de prosperar, entre hombres y mujeres, jóvenes y viejos, escritores y editores, la dichosa manía de omitir la fecha de nacimiento en la noticia biográfica que suele darse sobre el autor en la cubierta de los libros.
¿Pero es que no les da vergüenza?
En una de las columnas en que abordaba este asunto citaba unas palabras de Joseph Brodsky que repito aquí: “Si yo fuera editor, haría constar en las cubiertas de los libros no sólo los nombres de los autores sino también la edad exacta que tenían al escribirlos, para que sus lectores pudieran decidir si les interesa tener en cuenta el contenido o el punto de vista de un libro escrito por un autor mucho más joven o mucho mayor que ellos”.
Para Brodsky, “el valor de una idea se halla en relación con el contexto del que brota”. Y determinante de ese contexto es tanto la fecha en que surgió esa idea como la de la edad que tenía quien la formuló.
Hoy traigo como testigo de cargo contra este uso que viene extendiéndose y que tanto me revienta a Paul Léautaud (1872-1956), escritor francés poco conocido por estos pagos pero muy famoso por su diario, del que la editorial Fuentetaja publicó una amplia y muy recomendable selección en 2016.
Acabo de tomar la solemne decisión –tan difícil de cumplir, lo admito– de no leer ningún libro en que se omita la fecha de nacimiento de su autora o autor. ¡Tiemblen las prensas!
En la entrada del 29 de abril de 1909, Léautaud, gran admirador de Stendhal, de quien lo sabía todo, repara en un detalle que encuentra entre las notas que Stendhal tomaba mientras leía a Henri de Saint-Simon, a quien adoraba. Se trata de lo siguiente: “A propósito de ciertas páginas que encontraba especialmente bellas, Stendhal anotaba la edad a la que Saint-Simon las había escrito”.
A Léautaud le emociona este detalle, y comenta: “Hace ya algo así como dieciocho años que me dedico a contar qué edad tenía tal o cual cuando escribía tal o cual obra, encontrando en ello como un consuelo a mi divagación, a mi falta de confianza, como una especie de esperanza de que no todo está perdido y que todavía tengo tiempo por delante”. A lo que añade poco más adelante: “Nunca separo de una obra la edad de su autor. Quiero decir que la una me sirve siempre para comprender la otra. La edad, el libro; el libro, el autor”.
Lo mismo digo yo, que acabo de tomar la solemne decisión –tan difícil de cumplir, lo admito– de no leer ningún libro en que se omita la fecha de nacimiento de su autora o autor. ¡Tiemblen las prensas!
Meses atrás, en una entrevista concedida a El País, la actriz Cayetana Guillén Cuervo pidió a la entrevistadora que omitiera al presentarla la fecha de su nacimiento. La entrevistadora le preguntó la razón y ella respondió: “Si tú pones la edad, de entrada habrá gente que no me conozca y, directamente, me va a ubicar en una energía, una generación y unas costumbres que no me definen”.
¡Pero claro que la definen! ¡Y precisamente de eso se trata! ¿O es que pretende dar gato por liebre? ¿Acaso Cayetana no deja publicar fotografías de ella? ¿Y en qué generación piensa que la ubican? ¿La Z?
Me viene al recuerdo, inevitablemente, el “Pierre Menard, autor del Quijote” de Borges. La literatura es, como dijo Machado, “palabra en el tiempo”. Si hoy mismo se publicara el Quijote, letra por letra, y cupiera pensar que su autor tal vez fuera un treintañero al que le ha dado por parodiar un género muerto cinco siglos atrás, considérenlo bien: ¿quién demonios iba a leerlo?