Me senté una tarde a calcular cuánto dinero dedico a suscripciones de carácter informativo, y pueden ser unos 75 euros al mes. Mis intereses van desde la mítica revista mensual Rockdelux, que dejó de salir en papel y que me mantiene al tanto de las novedades musicales, hasta Jugo de Caigua, una iniciativa peruana que me permite descubrir lo que se piensa -y se padece- en ese país que tanto me atrae. También periódicos de toda la vida, medios internacionales, canales de Substack, columnas en Médium y un poco de todo, si contamos las suscripciones gratuitas. No siempre leo todo lo que recibo, porque sería una locura, pero puedo encontrar información veraz, puntos de vista inesperados, variedad y pluralidad, que de eso se trata.

Leo mucho en los últimos tiempos sobre la epidemia de soledad, la adicción a las pantallas, la destrucción de la sociedad tal y como la hemos conocido, el hiperindividualismo. De repente, una noticia en uno de mis medios de cabecera me habla de Les Petites Cantines, una red de restaurantes creada en Francia para promover vínculos entre personas que no se conocen entre sí y que tienen en común, para empezar, el amor por la cocina. Devoro la noticia y busco su web.

La fundadora, Diane Dupré, tuvo que “reinventarse”, como se dice ahora, cuando se quedó viuda con 32 años y tres hijos pequeños a su cargo. Una palabra y una idea, la de la reinvención, que esconde a menudo la cara oculta de la tragedia. Pues bien, esta mujer decidida, que sobrevivió gracias a la ayuda solidaria y desinteresada de sus vecinos, tuvo la idea de crear un restaurante que “luchara contra la precariedad de vínculos que golpea la sociedad”, según copio de la noticia que leí.

Pienso que no han cambiado tantas cosas en la vida. En el pueblo de mi mujer, sin ir más lejos, la tradición es llevar comida a las mujeres que se quedan viudas, y lo sigue siendo a pesar de que ahora la mayoría trabajan y no dependen del jornal diario ni del sueldo de sus maridos. Pero así era la vida y así ha permeado en la cultura popular.

Nunca faltan, por ejemplo, los botes de melocotones en almíbar, algo que me llama mucho la atención. La experiencia de su fundadora subyace en esta idea de pequeños comedores, a los que acude gente de todo tipo y condición para cocinar y comer juntos, conversar, tejer vínculos y arrinconar la soledad y el aislamiento. Además, llegan a acuerdos con productores locales y fomentan el consumo de proximidad. Merece la pena echarle un vistazo.

El origen francés de este hermosa idea me ha recordado el origen también francés de los espacios 42, cuyo buque insignia en Málaga y otras ciudades españolas es Telefónica 42. Proyecto nacido en 2013 en París, de la mano de cuatro jóvenes, dos de ellos antiguos ejecutivos en la compañía Equitech, su modelo de aprendizaje gratuito, colaborativo y autónomo ha revolucionado muchas de las ciudades en las que se ha instalado. A España llegó el modelo en 2019, a Madrid, y ahí lo descubrió Francisco de la Torre, impulsor de la llegada a nuestra ciudad.

Málaga aparece en el puesto número 50 del listado que se puede leer en la Wikipedia. En Málaga, hay dos espacios que transportan a otro mundo nada más entrar en ellos: el Metro -limpio, silencioso, ordenado, eficaz- y Telefónica 42, donde he visto a delegaciones de países nórdicos boquiabiertas, y a chavales picando código con el entusiasmo de los que saben que tienen entre manos la maravillosa oportunidad de impulsar o girar sus vidas. Y eso con el trabajo incansable de Luis G. Quero y Carmen Ledesma, dos profesionales impresionantes.

Unir a personas de todo tipo en torno a un interés u objetivo común parece estar en la base de una forma de resistencia artesanal a lo que nos proponen o imponen las grandes plataformas y sus deseos de captar toda nuestra atención, todo el tiempo. La cocina, el trabajo en equipo, los encuentros con desconocidos o las salidas en grupo al exterior propician el contacto físico, el diálogo, el descubrimiento del otro y la complicidad.

La ganadora del último Premio Anagrama de Ensayo, mi querida amiga Lola López Mondéjar, así lo piensa también. En su libro, más que recomendable (Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad), advierte sobre la creciente dificultad que tenemos para crear un relato hilado de nuestras propias experiencias, acostumbrados a lo visual, lo fragmentario, lo llamativo.

Lo explica muy bien en una de sus últimas entrevistas -leída en otro medio al que estoy suscrito- en la que pone el ejemplo que ella misma leyó en un libro de Flaubert: “en una carta a Louise Colet, escribe: ‘Hablas de perlas, pero las perlas no forman el collar, es el hilo’”. Con este ejemplo tan visual, Lola López Mondéjar explica las consecuencias y el malestar que sentimos al carecer de la capacidad de encontrar y construir ese hilo conductor que nos proporcione pistas sobre nuestra propia vida, nuestros sentimientos y malestares.

Lola también defiende los clubes de lectura, a los que define como “revolucionarios”, y me sumo a esta consideración, porque durante tres años llevé un club de lectura sobre literatura hispanoamericana actual en Córdoba y sigo siendo amigo de sus miembros, compartiendo con ellas y ellos lecturas, noticias, reflexiones y alguna cerveza, claro.

El Alegre Club de Lectura de la República de las Letras es una de las mejores cosas que me han pasado en los últimos tiempos, y el recuerdo de sus sesiones, y la constancia palpable de que los vínculos han perdurado ratifican que quizás no hay nada más potente para reencontrarnos que propiciar de todas las maneras posibles estos espacios donde compartir, dialogar y conocer. Ensimismados en las pantallas que nos hacen creer que la vida empieza y acaba en nosotros mismos y en nuestros intereses inmediatos, hemos dejado de acariciar la idea de mirar al horizonte, de preguntarnos qué hay más allá de la muralla de nuestros prejuicios. La receta es salir, salir, salir. Como aprendimos viendo Expediente X, “la verdad está ahí fuera”.