
Un cartel en español visto en las protestas del pasado martes en Harvard. Reuters
Harvard no resiste porque quiere sino porque puede: tiene un colchón de 53.000 millones para capear el huracán Trump
La institución académica cuenta con una dotación más que suficiente para sobrevivir sin claudicar conseguida gracias a donaciones particulares y, sobre todo, a sus inversiones en los mercados financieros.
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La Universidad de Harvard ha decidido romper con el clima de sumisión generado por todas aquellas instituciones que se han visto en el punto de mira de la Casa Blanca. Tras recibir una carta firmada por un emisario de Donald Trump exigiendo el cierre de varios programas asociados a las llamadas “políticas de diversidad” y exigiendo, también, una revisión de las políticas de admisión, la dirección de la prestigiosa universidad norteamericana emitió un comunicado diciendo que no iba a hacer ni una cosa ni la otra.
Aunque su respuesta ha conllevado la congelación de parte de los fondos federales que recibe –por el momento la medida afecta a 2.200 millones de dólares– y toda una serie de amenazas, Harvard no solo se ha mantenido en sus trece alegando que “no renunciará a su independencia ni a sus derechos constitucionales” a cambio de seguir recibiendo dinero público sino que ha llevado las cosas un poco más allá. ¿Cómo? Pues presentando una demanda ante un tribunal federal impugnando la congelación de fondos y prometiendo, así, ser un hueso duro de roer.
El desafío de Harvard contrasta, por ejemplo, con la claudicación protagonizada hace mes y medio por la Universidad de Columbia. Entonces la institución neoyorquina accedió a buena parte de las exigencias de la Casa Blanca, como la implementación de nuevas políticas disciplinarias o el nombramiento de una nueva supervisora en su departamento de Estudios de Oriente Medio, después de ver cómo se congelaban los fondos federales que esperaba recibir.
La pregunta es por qué Harvard ha decidido plantar batalla allí donde otras universidades de igual prestigio y similar solera no se han atrevido. ¿Es una cuestión de principios? No, contestan los expertos; es cuestión de músculo financiero.
El origen del dinero
Según su último informe de cuentas, en 2024 la universidad “generó un superávit de 45 millones de dólares sobre una base de ingresos de unos 6.500 millones de dólares”. De todo ese dinero, el procedente de las arcas federales no llegó a los 700 millones; se quedó en los 685 millones de dólares. Es decir: un 11% del total. O tres veces menos que el dinero que sacó Harvard de su propio colchón financiero (endowment, en inglés); una dotación que asciende hasta los 53.200 millones de dólares.
Harvard comenzó a atesorar grandes cantidades de dinero a finales del siglo XIX, cuando varios magnates estadounidenses decidieron poner de moda las grandes donaciones a universidades ya existentes –Harvard se fundó en 1636– o financiar, directamente, la creación de nuevas instituciones académicas. Caso de la Universidad de Chicago, fundada en 1890 gracias al dinero de John D. Rockefeller.
Luego, en 1917, el Congreso creó deducciones fiscales para donaciones individuales a instituciones sin fines de lucro –iglesias, universidades, etcétera– y, gracias a todo lo anterior, hacia 1920 la Universidad de Harvard se erigió como la institución académica con la mayor dotación financiera de Estados Unidos.
Una posición que, según le explicó hace unos días Bruce Kimball –coautor de un ensayo titulado Wealth, Cost, and Price in American Higher Education– al corresponsal financiero de la revista The New Yorker, John Cassidy, “nunca ha abandonado”.

Un activista universitario, hablando en nombre de "Students for Freedom" (Estudiantes por la libertad, en español). Reuters
Una gestión digna de Wall Street
Tras esas primeras y cuantiosas inyecciones de dinero muchas universidades optaron por invertir sus fondos. Al principio lo hicieron –continúa explicando Cassidy– de forma muy conservadora. A mediados de los años cincuenta, empero, el entonces tesorero de Harvard, Paul Cabot, comenzó a invertir cada vez más capital en acciones. En otras palabras: comenzó a realizar inversiones cada vez más arriesgadas a cambio de rentabilidades mayores.
Viendo que la jugada rendía los frutos esperados varias décadas después, y siguiendo el ejemplo de la Universidad de Yale, los contables de Harvard subieron la apuesta y empezaron a meter dinero en hedge funds, sociedades de capital privado y empresas de capital riesgo.
Para entonces el colchón financiero de Harvard ya estaba en manos de Harvard Management Company; una gestora de fondos en toda regla con directivos cobrando sueldos de Wall Street. Por ejemplo: en 2022 su director ejecutivo, Nirmal Narvekar, cobró 9,6 millones de dólares y seis de sus ejecutivos recibieron más de 4 millones de dólares cada uno. Sueldos que, por otra parte, estaban en línea con la rentabilidad cosechada durante los últimos ejercicios: un 9,3%. Una cifra considerada más que aceptable en la industria financiera.
Semejante gestión de las inversiones, sumada a las donaciones que recibe periódicamente por parte de exalumnos adinerados y otras personas, ha hecho que la dotación financiera de Harvard pase de los 37.100 millones de dólares registrados en 2017 a los más de 53.000 millones de dólares actuales. Ha hecho, en fin, que Harvard pueda demandar a la Casa Blanca y afrontar una costosa batalla legal mientras, en paralelo, ve cómo los fondos federales que debería recibir se evaporan.
O, como decía su último informe anual, el de 2024, “nuestros recursos financieros, acumulados a lo largo de los años mediante una planificación disciplinada y una sólida gestión financiera, permiten a las facultades de Harvard resistir las adversidades”.
Una estrategia no exenta de riesgo
Con todo, la estrategia de Harvard no está libre de preocupaciones.
Para empezar el propio Trump, tras incrementar tanto el número como la visceralidad de sus ataques contra la universidad, ha amenazado con mover los hilos necesarios para que pierda su blindaje frente a los impuestos. Es más: según el Washington Post, el Tesoro estadounidense ya ha solicitado al IRS –Hacienda, para entendernos– que actúe en consecuencia.
Y, para seguir, no hay que olvidar que algunos de los principales donantes de Harvard se han ido acercando gradualmente a Trump en los últimos meses. Sería el caso de John Paulson, un gestor de fondos multimillonario que puso mucho dinero en la campaña del actual presidente. O el de Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook (ahora Meta). O el de Ken Griffin y Bill Ackman; dos gestores de fondos que, igual que Paulson, se enmarcan en la categoría de multimillonarios. Entre otros.
Muchos de estos grandes donantes han advertido a Harvard que no mantenga el enfrentamiento con la Casa Blanca. Algunos dicen que obedezca y otros, más neutrales, sugieren que negocie. Claro que también hay grandes donantes abiertamente contrarios a Trump, como el multimillonario Michael Bloomberg, que han exigido a Harvard resistir.
Por el momento, los gestores de la institución han decidido aprovechar la buena salud financiera de la misma para recaudar dinero en los mercados. Para emitir deuda, vaya. Hace unos días logró, vía bonos, 750 millones de dólares. Una estrategia a la que también se están sumando otras universidades; la Universidad Northwestern acaba de recaudar 500 millones de dólares, la Universidad de Brown ha conseguido 200 millones de dólares y la Universidad de Princeton pretende hacerse con 320 millones de dólares por la misma vía.
Las batallas culturales de fondo
El colchón financiero de Harvard ha sido, durante años, motivo de contencioso ideológico. Desde la izquierda se ha pedido en repetidas ocasiones a la universidad que redistribuya parte de su riqueza a través, por ejemplo, del pago de impuestos sobre la propiedad. Es más: el año pasado algunos legisladores de Massachusetts, donde se encuentra Harvard, llegaron a proponer un impuesto especial anual del 2,5% sobre su dotación financiera. Una recaudación que iría destinada, en principio, a subvencionar la educación de los hogares con ingresos bajos.
Asimismo, Harvard lleva años recibiendo la presión de organizaciones estudiantiles y de figuras políticas concretas para reducir sus tasas de matriculación recurriendo a su colchón financiero. O sea: que lo utilice –exigen– para rebajar precios sin, por ello, alterar la calidad de la educación que ofrece.
Sin embargo, en una de las muchas paradojas que nos ofrece el presente, ha sido la resistencia de Harvard a todas esas exigencias procedentes, en muchos casos, de la izquierda lo que ahora permite que la institución abandere la resistencia contra Trump que esa misma izquierda está pidiendo a las universidades.
Unas universidades, cabe recordar, que han sido acusadas desde el conservadurismo y desde la Casa Blanca de permitir, cuando no directamente de promover, el antisemitismo en sus respectivos campus. Una referencia a las manifestaciones en contra de lo que está ocurriendo en Gaza, a las llamadas a boicotear todo lo que tenga que ver con Israel y, en ocasiones, una referencia también a los ataques que, según los medios estadounidenses, han sufrido algunos estudiantes judíos.
No obstante, John Cassidy y otros observadores consideran que la cuestión del antisemitismo, si bien merece atención, no deja de ser una justificación esgrimida por parte de la derecha estadounidense, y desde luego del trumpismo, para “aplastar el progresismo y realinear los valores de las principales instituciones académicas del país con los conservadores”. Para Trump, añade Cassidy, “el enfrentamiento parece personal: castigar a las instituciones que percibe como oponentes políticos y exigir actos públicos de sumisión”. Y así –añade– desviar la atención de otros problemas como, por ejemplo, el de las consecuencias económicas que puede acarrear su errática política comercial.