El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sostiene una gorra con las palabras Golfo de América bordadas mientras habla con los medios antes de subir al Marine One para partir hacia Michigan y asistir a un mitin para celebrar sus primeros 100 días en el cargo, desde el Jardín Sur de la Casa Blanca en Washington, D.C., Estados Unidos, 29 de abril de 2025.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sostiene una gorra con las palabras "Golfo de América" bordadas mientras habla con los medios antes de subir al Marine One para partir hacia Michigan y asistir a un mitin para celebrar sus primeros 100 días en el cargo, desde el Jardín Sur de la Casa Blanca en Washington, D.C., Estados Unidos, 29 de abril de 2025. Leah Millis Reuters

América

O con Trump o contra él: la actitud beligerante de EEUU amplía la brecha en las democracias occidentales

Mientras las elecciones de Canadá y Australia inyectan oxígeno a la socialdemocracia favorable a la globalización, los comicios del Reino Unido y Rumanía han revitalizado el nacionalismo antiglobalización representado por la Casa Blanca. Ahora todos los ojos están puestos en Polonia y Portugal.

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Hace tres meses el criterio imperante entre politólogos y analistas geopolíticos no parecía albergar demasiadas dudas: Occidente –decían– se está derechizando. Una opinión basada no solo en la reciente victoria electoral de Donald Trump –y la asunción de que el mandato de Joe Biden había sido un mero paréntesis– o en la creciente importancia de Giorgia Meloni en el seno de la Unión Europea sino también, y sobre todo, en lo que decían las encuestas de cara a las elecciones previstas en Alemania, Canadá y Australia.

En la primera economía de Europa, los sondeos certificaban la popularidad de Alternativa para Alemania (AfD), un partido ultranacionalista fundado en 2013, situándolo en segunda posición. En paralelo, los conservadores canadienses y australianos lideraban cómodamente las encuestas manejando discursos calcados a los del nuevo inquilino de la Casa Blanca.

Pierre Poilievre –el candidato canadiense– prometía acabar con la ideología woke y enfrentarse a “las élites globales” mientras que Peter Dutton –su homólogo australiano– ofrecía minimizar el reconocimiento oficial hacia los aborígenes de la isla y avanzaba la creación de un departamento dedicado a velar por “la eficacia gubernamental”. Inspirado, claro, en el famoso Departamento de Eficiencia Gubernamental, o DOGE, ideado por Trump y liderado por el multimillonario Elon Musk.

Entonces llegaron, desde Washington, las amenazas de guerra comercial y los desprecios diplomáticos. Incluido el comentario –repetido en varias ocasiones– de querer convertir a Canadá en una región de Estados Unidos. Anexionarse el país, básicamente. Consecuentemente, las encuestas empezaron a cambiar (radicalmente) de tono y hoy, urnas mediante, la socialdemocracia sigue manteniendo el poder en los tres países. En Alemania, como socio minoritario de una coalición declaradamente europeísta, en Canadá como partido dominante y en Australia ídem.

A la vista de semejantes resultados, y como era de suponer, los análisis no se hicieron esperar. “Muchos temían que la victoria electoral de Trump generara una ola populista destinada a impulsar los postulados extremistas en todo el mundo”, explicaba a finales de abril Vivien Schmidt, una profesora de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad de Boston. “Pero los aranceles [anunciados por Trump contra medio mundo] han puesto a los líderes populistas en una posición vulnerable e, irónicamente, han premiado la moderación”.

Unas declaraciones muy en línea con los titulares de la prensa generalista. “Primero Canadá y ahora Australia: el factor Trump impulsa a otro líder mundial en unas elecciones”, rezaba el de un artículo publicado en el Wall Street Journal, el principal diario conservador de Estados Unidos, tras la victoria de la candidatura progresista en Australia.

Dentro, en el texto, se podía encontrar una de las claves internas que había moldeado el resultado de los comicios: “Normalmente las preocupaciones en torno al asunto de la seguridad revolotean alrededor de China, Rusia y la inmigración ilegal –explicaba el director de un think tank llamado Instituto Australiano de Política Estratégica–, pero en esta ocasión el debate sobre la seguridad se ha centrado en la pregunta de si podemos confiar en nuestro aliado más importante”. En Estados Unidos, vaya.

Otro titular, en este caso aparecido en el portal de la radio pública estadounidense o NPR, decía lo siguiente: “Trump era visto como un activo para los populistas de derecha en el extranjero. Ya no”. Parecido, pero no tan categórico, fue el que presentó la CNN: “¿Primero Canadá y ahora Australia? Los conservadores temen que la crisis de Trump se esté extendiendo”.

El diario progresista británico The Guardian fue todavía más lejos al preguntarse si acaso la política exterior de Washington no estaría definiendo, contra toda tendencia previa, un bloque anti-Trump en Occidente. “Después de Canadá y Australia, ¿podría Donald Trump ser realmente el salvador del centroizquierda?”, tituló el pasado 6 de mayo.

El mensaje de británicos y rumanos: no tan rápido

Sin embargo, el sentir popular –o, mejor dicho, mediático– volvió a cambiar unos días después cuando el populismo nacionalista de Reform UK, el nuevo partido de Nigel Farage, consiguió hacerse con el 40% de los 1.600 concejales en juego durante las elecciones locales del Reino Unido.

Una victoria, la de Farage, cosechada en paralelo a la del ultranacionalista rumano George Simion, que arrasó en la primera vuelta de las presidenciales de su país al obtener el 41% de los votos. Unos comicios, cabe recordar, que no son sino la repetición de los que se celebraron en noviembre, cuando el también ultranacionalista y prorruso Călin Georgescu se alzó con una victoria que fue inmediatamente anulada por la Corte Constitucional de Rumanía debido, según el fallo del tribunal, a una injerencia “masiva” de Rusia durante la campaña.

Ante la imposibilidad de participar en la repetición electoral, Georgescu decidió secundar a Simion, quien dentro de unos días se enfrentará al actual alcalde de Bucarest, Nicușor Dan, en la segunda vuelta. Éste quedó en segundo lugar tras obtener el 21% de las papeletas. La esperanza de Dan –y de Bruselas– es conseguir sumar el 20% conseguido en la primera vuelta por el candidato de la coalición gobernante, Crin Antonescu, a su 21%. Solo así tendrá alguna posibilidad de sellar la derrota de Simion, un político cuyas acciones y declaraciones le han granjeado la enemistad de Moldavia y Ucrania (donde tiene prohibida la entrada).

Aunque Simion, a diferencia de Georgescu, se ha mostrado bastante crítico con Rusia a lo largo de los años, llegando a definir a Vladímir Putin como una amenaza para Europa, en los últimos tiempos ha abogado por imponer la paz en Ucrania y revisar “cuánto hemos contribuido a su esfuerzo bélico en detrimento de los niños rumanos y de nuestros ancianos”.

Todo ello, sumado a la animadversión que siente por Bruselas y a la simpatía que parece sentir por el Partido Republicano estadounidense, ha hecho que algunos expertos sitúen a Rumania a las puertas del “bloque pro-Trump”. En él ya estarían Hungría y Eslovaquia, cuyos líderes –Viktor Orbán y Robert Fico– mantienen buena relación con Trump debido a una sintonía ideológica basada, como en el caso de Farage o Simion, en un discurso hostil hacia las “élites globales” y centrado en recuperar la soberanía nacional.

También hay quien incluye en ese bloque a Italia pese a que Giorgia Meloni mantiene una posición ambigua al respecto; se lleva muy bien con el mandamás estadounidense pero, a juzgar por lo que habló con él durante su última visita a la Casa Blanca, parece querer utilizar esa buena relación para limar asperezas entre Washington y Bruselas.

Habida cuenta del nuevo eje que parece haber aflorado –un bloque anti-Trump frente a un bloque pro-Trump– la cuestión, ahora, es tratar de saber hacia dónde se dirige el resto de Occidente. En otras palabras: cuál de las dos tendencias va a ser la dominante en los próximos años. Todo dependerá, claro, de dónde se vayan situando las respectivas sociedades cuando toque pasar por las urnas.

Siguientes paradas: Polonia y Portugal

Las dos próximas citas electorales tendrán lugar el mismo día a 3.000 kilómetros de distancia: será el 18 de mayo en Portugal, donde celebran elecciones legislativas, y en Polonia, donde tocan elecciones presidenciales (con una posible segunda vuelta a comienzos de junio).

Por lo pronto, el Gobierno luso, dirigido por el conservador Luís Montenegro, ha anunciado la expulsión de 18.000 extranjeros indocumentados. Una medida muy en línea con lo que está haciendo Trump en Estados Unidos y que algunos analistas atribuyen al ascenso de Chega; un partido de derecha radical fundado en 2019 y que en 2022 ya era la tercera fuerza política de Portugal.

Según estos analistas, la medida –justificada por Montenegro como necesaria para mejorar la seguridad en las calles del país– pretende rascar votos derechistas y evitar, así, que Chega se acerque todavía más, o incluso supere, al conservadurismo clásico.

De quedarse las cosas como están, el ecosistema político luso atenuaría la importancia de un partido como Chega a cambio de endurecer ese conservadurismo clásico. Que es lo que ha sucedido –ese endurecimiento– en el corazón de Europa con la democracia cristiana germana (CDU). Buscando arrinconar a la ultraderecha, algo que sin embargo no consiguió, el ya canciller Friedrich Merz prometió aumentar los controles fronterizos.

En cuanto a Polonia, donde el liberal Donald Tusk ejerce de primer ministro, muchos ojos van a estar puestos en los candidatos Karol Nawrocki, de corte nacionalista, y Sławomir Mentzen, ultraderechista, dado que ambos han ganado terreno en los últimos tiempos. Sobre todo Nawrocki, quien a pesar de llevar la etiqueta de “independiente” cuenta con el respaldo de Ley y Justicia –el gran partido nacional-conservador polaco– y quien, además, logró reunirse con el propio Trump hace dos semanas. “Vas a ganar”, cuenta Nawrocki que le dijo el líder estadounidense.

Aunque las últimas encuestas dicen que el liberal Rafał Trzaskowski es el candidato más popular con un 33% del apoyo, Nawrocki se encuentra a menos de diez puntos porcentuales –alrededor del 25%– mientras que Mentzen andaría en torno al 15%.

Líderes fuertes al rescate de naciones maltratadas

Los denominadores comunes que hoy impregnan el bloque pro-Trump –un líder fuerte al rescate de una gran nación maltratada– empezaron a tomar forma años antes de que el presidente estadounidense llegara al poder.

Michael Kimmage, autor de un libro titulado Abandonment of the West, señala a Rusia como el lugar que dio origen a la tendencia. “En el año 2012 Vladímir Putin finalizó un breve experimento durante el cual dejó la presidencia y pasó cuatro años como primer ministro, mientras un aliado obediente ejercía la misma”, cuenta Kimmage en un ensayo publicado hace dos meses en la revista Foreign Affairs. “Putin regresó a la presidencia y consolidó su autoridad, aplastando a toda oposición y dedicándose a reconstruir el ‘mundo ruso’, restaurando el estatus de gran potencia que se había evaporado con la caída de la Unión Soviética y resistiendo el dominio de Estados Unidos y sus aliados”.

Dos años después llegó el turno de Xi Jinping, un líder con objetivos similares a los de Putin pero a una escala mayor (en línea con las capacidades, también mayores, de China); el del primer ministro indio Narendra Modi, un hombre que ha instaurado el nacionalismo hindú como la ideología dominante de su país; y el de Recep Tayyip Erdoğan, quien ha transformado la democracia turca en un sistema cada vez más autocrático.

Todos ellos conformaron, dice Kimmage, la antesala de la primera presidencia de Trump. Alguien que prometió devolver la grandeza a Estados Unidos anteponiendo los intereses nacionales a los de una élite global que habría causado, entre otros males, la crisis financiera de 2008 (durante la primera campaña de Trump su equipo recordó incansablemente la sintonía entre su oponente, Hillary Clinton, y Wall Street).

Un mensaje, el de Trump, “que plasmaba un espíritu populista, nacionalista y antiglobalización que ya se había gestado dentro y fuera de Occidente” y que bebía, añade el experto, de fuentes específicamente estadounidenses. A saber: el movimiento ‘América Primero’, que alcanzó su apogeo en la década de 1930, y el anticomunismo imperante en los años cincuenta.

“La tenue idea de ‘Occidente’ se desvanecerá aún más”

El consenso imperante dicta que el nuevo orden mundial dependerá en gran medida de lo que termine haciendo o dejando de hacer Trump. La razón es simple: Estados Unidos continúa siendo la potencia hegemónica. Partiendo de esa base, y de nuevo según Kimmage, “la opinión generalizada en Ankara, Pekín, Moscú, Nueva Delhi y Washington, entre otras muchas otras capitales, determinará que no existe un sistema único ni un conjunto de reglas consensuadas”.

Puesto de otro modo: “En este entorno geopolítico, la ya tenue idea de ‘Occidente’ se desvanecerá aún más y, en consecuencia, también lo hará el estatus de Europa, que en la era posterior a la Guerra Fría había sido el socio de Washington encargado de representar el mundo occidental”.

El pesimismo de Kimmage choca frontalmente con quienes ven en el segundo mandato de Trump una oportunidad para impulsar la unidad de Europa y, por extensión, su fortaleza. La famosa autonomía estratégica. Sin embargo, los resultados electorales del Reino Unido y Rumanía reman a favor de quienes afirman que, lejos de convertirse en una superpotencia, Europa terminará siendo poco más que una confederación de estados poco definida.

Si el bloque pro-Trump termina siendo mayoritario en el continente, esa poca definición responderá a la promoción de agendas eminentemente nacionalistas. Y si no lo es, esa ausencia de cohesión interna puede verse agravada por el enfrentamiento fruto de la incompatibilidad entre ambas cosmovisiones.

En cualquier caso, dice Kimmage, hay altas probabilidades de que el resultado no sea otra cosa que un bloque carente de ejército y de agenda propia y, consecuentemente, con muy poco ‘poder duro’ para imponer sus intereses allende los mares.