'Vanidad' (Tiziano, 1515). Foto: Wikimedia commons

'Vanidad' (Tiziano, 1515). Foto: Wikimedia commons

A la intemperie

Catarsis para un viejo buscador de medallas

Buscaste medrar recurriendo a la mentira, deseando que te quieran a expensas de tu deontología profesional. En cualquier momento la muerte llegará a mí y no tendrá tus ojos.

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Te has pasado la vida buscando que todo el mundo te quiera y te aplauda, pero no lo has conseguido porque has escogido el camino de la supervivencia. Tenías, por deontología profesional, que decir la verdad en todo lo que escribías, pero has mentido toda la vida porque has seguido siempre la dirección del viento, no sea que los cuatro palos del sombrajo se te vinieran al piso.

Hiciste de tu vocación primigenia un puesto de verduras en el mercado de la vanidad, ofreciendo caramelitos a los niños más ambiciosos por su fama, a esos que le venden el alma al diablo por un simple plato de lentejas en el salón glorioso de los fantasmas imaginarios.

A la izquierda, siempre a la izquierda para que tu imagen brillara estética entre los muertos y los pobres: buscador de medallas a la sombra del poder, el supuesto sol de tu infancia te inició en el rencor del malo. Claro que también hay colesterol del bueno. Claro que el rencor tiene mala prensa, pero —como el colesterol— hay rencor del bueno.

Acomplejado y torpe elegiste el mal rencor y fuiste consumiéndote sin abandonar nunca el síndrome de Procusto. No pediste amistad a tus amigos, sino que exigiste sumisa pleitesía a cambio de tus caramelitos; demandaste medallas que no ganaste en ningún torneo. En el espejo de todos tus días te crecías ante los restos de tu conciencia engañándote a ti mismo: no eras despreciable, no estabas de parte del truco en la oscuridad sino de la verdad de la luz. Y así has vivido casi ochenta años.

Durante toda tu vida, sólo has llorado con lágrimas de verdad cuando murió tu madre. Esa tarde y esa noche tu mejor amigo fue el alcohol y el llanto. El resto de tus lágrimas han sido de cocodrilo, de fantasma buscador de medallas y de aplausos.

La tarde de la pérdida materna gritaste contra el cielo en medio de una soledad pavorosa, abrazado a la orfandad umbilical de los recuerdos buenos de la vida, de los trabajos de tu madre por ayudarte y por convencerte en tus dudas de que tenías razón, aunque fuera mentira: habías nacido para hacer el bien, la luz, el favor de la vida a los demás. Habías nacido para la bondad y la misericordia, aunque necesitabas urgentemente agarrarte a la maldita droga del embuste para hipnotizarte a ti mismo y convencer a los demás de tu insoslayable alteza de miras.

Sepulcro blanqueado, ante los fuertes y poderosos fuiste siempre sumiso y silencioso; por el contrario, ante los pobres e inferiores, progresaste altivo, soberbio y orgulloso. Tu interrogativa favorita durante la madurez de tu impostura: "Pero, ¿sabe usted con quien está hablando, sabe usted quién soy yo?".

Sostenías dentro de ti el cáncer de la mentira que crecía como un ácido tumor en el alma de un farsante. No querías medallas (o eso decías), no querías galardones ni premios, no querías aplausos ni focos ni luces en el centro del escenario, pero buscabas multitudes de apoyos entre los chicos que se conformaban con poco y tú lo sabías: unos caramelitos en el boletín oficial de las élites mediocres de este reino.

Así buscabas crecer, estirarte hasta el cielo, subir entre nubes como Remedios la Bella, estar por fin en la categoría de los tenores líricos de la pomada, ser uno de ellos, el más brillante, el más sólido, el más necesario, el más insoslayable: estabas y estás ante tu público orgulloso de haberte conocido, de haber luchado como un titán para pasarte el bronce sin merecerlo, insólito galán buscador de medallas, gran demonio inútil, fantasma imaginario.

Así es si así les parece. Pero eres un tópico, tu caso es más viejo y más triste que las putas porque en eso, en viejo y en triste, eres un caso bíblico, un estereotipo arcaico: el del fariseo y el escriba, el de las treinta monedas. Eres el árbol y el ahorcado, el enterrador y el muerto, eres el cementerio y el sepulcro, el mito y el escorbuto, el héroe de la traición. Y no he de callar ahora, después de perder tantas batallas y ganar al final la guerra, aunque insistas en señalarme con el dedo y amenaces ruina.

En cualquier momento la muerte llegará a mí y no tendrá tus ojos, hundidos y amarillos: será, para tu envidia glotona e insaciable, una virgen vestida de blanco o azul, los colores de Yemayá. Para ti todos los premios, las medallas, los galardones, los aplausos interminables, la gloria en vida. Para ti todos los embustes, ganador de bisuterías y de latones. Te los regalo. ¿Y para mí, qué hay? Nada, salvo el viaje de la mano de la diosa Yoruba hasta el Oriente Eterno.

OSZAR »