Austin Butler, Emma Stone, Pedro Pascal, Ari Aster en la premiere de 'Eddington'. Foto: EFE/EPA/CLEMENS BILAN

Austin Butler, Emma Stone, Pedro Pascal, Ari Aster en la premiere de 'Eddington'. Foto: EFE/EPA/CLEMENS BILAN

Cine Festival de Cannes

'Eddington', de Ari Aster: un delirio sin alma ni gracia sobre la posverdad y las paranoias conspiratorias

Ni el talento ni el carisma de su reparto, con estrellas como Joaquin Phoenix, Emma Stone y Pedro Pascal, aporta una gota de humanidad a la película, estrenada en Cannes.

Más información: Oliver Laxe sacude Cannes con el trance de 'Sirat': “Nunca hay que dejar de bailar, incluso si es el fin del mundo”

Publicada

Puede que Eddington se convierta en el artefacto de espectrometría existencial de nuestros tiempos de mierda, y entonces habremos visto hoy una película importante, al menos para el cine americano de culto, pero más como signo / oráculo de su momento roto, cutre, nihilista, inflado, fake y sin gracia.

Puede sin embargo que se quede en eso, en un filme de marionetas, quebrado, de una extrañeza sin alma, cuyo delirio resulta las más de las veces intragable, y sobre todo carente de cualquier tensión, aunque fuera cinemática, durante la mayor parte de su metraje. Eddington quizá acabe hablando mejor que nada, porque lo encarna audiovisualmente y como recorrido final de cierta ambición total americana (es un neowestern fronterizo), el gran fracaso de nuestros tiempos, tan indigeribles en definitiva como el nuevo trabajo de Ari Aster presentado a concurso.

Este cronista en verdad no necesitaba tanto (150 minutos) y de forma tan manifiesta ratificar la certeza de una de los mayores engaños del reciente “cine de autor” concentrado en el autor de Midsommar o, de también, Beau tiene miedo. Su aplomo es el de haber querido hacer su obra grande y asilvestrada, concentrada en un microcosmos americano, un poblado de Nuevo México, y tomar la pandemia de la Covid como giro catártico que dio el mundo hacia las paranoias conspiratorias, el negacionismo, el fake y la posverdad, la idiotez y polarización política, el fanatismo tecnológico, la violencia sistémica en las comunidades, el miedo al último final de los finales y las pesadillas ambientales que nos acechan.

Esa sensación perpetua de laberinto y extravío. En un mundo muy filosófico que no es el nuestro, la película igual se empeña en somatizarlo, adscribirse a sus mutaciones. Pero su aparente anarquía lo que provoca es desinterés, desidia, letargo. Y además no tiene gracia.

Nada menos que Joaquin Phoenix (en versión Jeff Bridges de hace veinte años), que ya protagonizó Licorice Pizza como verdadero síntoma poético de tantas cosas, y Emma Stone, que sigue opositando a weirdness queen, o Pedro Pascal y Austin Butler forman parte del reparto de estrellas.

Ni con esas. Ni sus talentos ni sus carismas pueden aportar una gota de humanidad a unos personajes esbozados desde bien arriba, como si no compartieran nada con quien los crea, meros juguetes para un tablero de juego que se le va de las manos demasiado pronto.

No nos permite que nos tomemos la sátira en serio, y ahí todo se vuelve apático, caprichoso. Está ocurriendo muy lejos del territorio venenoso de los hermanos Coen, aunque quisiera transitarlo. El comentario político que reina la primera parte del filme muta a una investigación criminal arrastrada por la psicopatía homicida hasta el agujero negro de la locura. Todas esas fases están subrayadas con el trazo de la caricatura. Y nada nos importa, es como un espejo pálido de sus intenciones. Acaso el pálido, desquiciado espejo de nuestros días.