
Antonio Machado, hacia 1927. Foto: Archivo General de la Administración
Antonio Machado a los 150 años: la historia de los hermanos y su discurso de ingreso en la RAE
El 26 de julio se celebra el aniversario del nacimiento del autor de 'Soledades' y 'Campos de Castilla'. Evocamos su dimensión humana y literaria.
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Cada vez que madura el limonero vuelve a nacer Antonio Machado en ese patio. Es el 26 de julio de 1875 y su llanto a las cuatro y media de la madrugada, en el Palacio de Las Dueñas, prefigura el aire noctámbulo de Antonio, con esas largas noches apoyado en una mesa infatigablemente, rodeado de colillas, entre la humareda de su pensamiento.
La imagen nos parece solitaria: un hombre escribiendo hasta el alba en Collioure. Es una estampa elástica, con su biografía como subtexto, porque aquí hay un hombre en un viaje continuo hacia sí mismo: desde Soledades. Galerías y otros poemas, a los ya finales de La guerra, pasando por Campos de Castilla. La vida como fondo, o la sombra de una escritura en pie.
La imagen de Antonio atravesando su propia noche en vela, sus poemas borrosos a Guiomar o los artículos por la agonizante República, ya sea en Villa Amparo, el chalé soleado de Rocafort, o en Torre Castanyer, en Barcelona –porque en el Hotel Majestic, donde quizá coincide con los ajetreados León Felipe y José Bergamín, el tránsito de gentes y la ebullición del hundimiento le hacen imposible trabajar–, como si imaginamos sus sesiones nocturnas mucho antes de la guerra, en Soria o en Baeza, parece una fotografía solitaria porque lo es: nadie puede escribir, honradamente, mientras baila en la fiesta de la vida.
Se tiene que cambiar la intensidad, y que el baile se encuentre en la escritura. Sin embargo, nunca estará solo, porque después Antonio se convierte en el hombre que siempre va conmigo, que siempre va contigo, y te alumbra y te lleva entre corrientes enfrentadas, para ser estelas en la mar.
Pero Antonio Machado nunca estará sólo. Porque once meses antes, el 9 de agosto de 1874, ha nacido su hermano mayor, Manuel. Esta circunstancia será celebrada por Antonio: durante un mes de cada año, ambos hermanos tienen la misma edad. Julio es su mes no solamente por esta particularidad o por ser cuando nace Antonio, el recordatorio del patio sevillano o los momentos estelares de su juventud simbolista cuando se reúne con Manuel en París el verano de 1899; sino por reservarles, cuando ellos ni siquiera pueden imaginarlo, el momento de su separación.
Antonio es el hombre que siempre va contigo, y te alumbra y te lleva entre corrientes enfrentadas, para ser estelas en la mar
Esa escena no se hará real hasta que Manuel reciba, en Burgos, en febrero de 1939, la noticia del fallecimiento de Antonio al cruzar la frontera. En un principio se cree que ha muerto en París. Justo entonces Manuel toma conciencia de que ha perdido a su hermano, se ha perdido a sí mismo y ahora es él quien se ha quedado solo. Y quizá recuerde que la última vez que se vieron fue el domingo 12 de julio de tres años antes, en el almuerzo habitual de los hermanos, antes de que Manuel se vaya a Burgos con su mujer, Eulalia, para pasar con su cuñada la festividad de la Virgen del Carmen.
Ese mismo mes de julio de tres años antes –y también antes de la guerra–, en que los dos vuelven a tener la misma edad –61, aunque Antonio los cumplirá después de haberse visto, el 26, cuando Manuel ya esté atrapado en Burgos– definitivamente será ya la última ocasión en que los dos hermanos, con la demás familia, fumen, rían y beban, la última vez que puedan escucharse –les queda una llamada, la semana siguiente, tras el levantamiento militar, al parecer larga, cuando aún no se ha cortado la comunicación telefónica entre Burgos y Madrid– y la última vez que se reciten algunos poemas y se despidan, dándose un abrazo.

Antonio y Manuel Machado, en 1927.
Desde su nacimiento, Antonio siente la sombra protectora de Manuel, que no ejerce demasiado de hermano mayor y encuentra, en sus zozobras, el apoyo de Antonio. Hermanos en la vida y en la literatura, dos caras en relieve de la misma moneda: por eso escriben obras de teatro juntos, tan populares como La Lola se va a los puertos, y también se puede rastrear cómo dialogan, a través de poemas que parecen buscarse en el espejo.
Es posible creer que ya los conocemos demasiado bien: pero ambos guardan sus propios precipicios, y también sus honduras, el caudal subterráneo que comparten. Quizá ese mar profundo más desconocido en Manuel, medio gitano y medio parisién, entre la Macarena y Montmartre, hasta llegar a un San Agustín reencarnado tras leer sus Confesiones, sea lo que une más silenciosamente a los dos hermanos.
La última vez que se vieron fue el domingo 12 de julio de 1936, en el almuerzo habitual de los hermanos
Sabe que la pátina de frivolidad de su hermano mayor es justamente eso, una piel brillante, acaso embravecida por su propia leyenda tabernaria, actrices, cabarets, manos sucias del alba y rostros descompuestos en el autorretrato por entregas que es la mejor poesía de Manuel. Quizá porque la niñez de los dos hermanos seguirá jugando en la playa dorada de Collioure cuando Antonio ya sea palabra en el tiempo, ha sido tan indigno, interesado y falaz ese enfrentamiento falso, mil veces contado y repetido, entre los dos hermanos.
Unos meses antes de la guerra, el periodista Miguel Pérez Ferrero se cita con Antonio en el café Varela, donde tienen costumbre de verse –también con José, el hermano pintor–, cuando Antonio viene de Segovia. Suelen coincidir con Unamuno, que llega de Salamanca, o Manuel Altolaguirre, que en una de esas citas preguntará a Manuel por esos poemas sueltos que aún no ha dado a la imprenta y que le publicará en Ediciones Héroe. Será el origen de Phoenix, aparecido en 1936, último gran libro de Manuel. Allí llega el periodista Miguel Pérez Ferrero, decidido a escribir una biografía, mediante entrevistas, de Antonio Machado.
Él le responderá: "Acepto, siempre y cuando usted escriba mi biografía junto con la de mi hermano Manuel: porque ni mi vida, ni mi poesía, pueden entenderse sin él". Esta es la hermandad que dará lugar a un hermoso libro, con varios testimonios tomados directamente de los dos: Vida de Antonio Machado y Manuel.
Los une su linaje y la Institución Libre de Enseñanza. El abuelo, Antonio Machado Núñez, el gran antropólogo, introductor del darwinismo en España; y el padre, Antonio Machado Álvarez, 'Demófilo', nuestro primer folclorista, del que beben los dos para su poesía: Manuel, especialmente, en Cante hondo.
Cuando muere el abuelo, tras el fallecimiento trágico del padre, que ha ido a Puerto Rico a buscar el sustento allí como abogado, Juan Ramón esboza este retrato, entre lo telegráfico cruel y el dramatismo cierto: "Abuela queda viuda y regala casa. Madre inútil. Todos viven pequeña renta abuela. Casa desmantelada. Familia empeña muebles. No trabajan ya hombres. Casa de la picaresca. Venta de libros viejos".
Sin embargo, sí trabajarán: ambos levantan dos obras poéticas sin las que no podría explicarse la tradición. Antonio, con un sistema armónico completo, su galaxia lírica, de Soledades a Juan de Mairena; y Manuel, menos cosmogónico, con más caídas y más irregular, por haber anticipado nuestra modernidad.
En su juventud parisina, donde han ido a buscar la economía que les falta en Madrid, Manuel Machado escribe Alma: ahí se contiene ya todo el modernismo, ahí están Francisco Villaespesa y la síntesis alta de Manuel Reina, Salvador Rueda o Ricardo Gil, tras el viento selvático de Rubén Darío. Después vendrá Caprichos, en 1905, con los dibujos de José Machado. Y en 1907, Antonio publica Soledades. Galerías. Otros poemas. Ese año gana la plaza de profesor de francés.
Tras elegir destino, comienza a vivir en Soria y conoce a Leonor, que morirá cinco años después, con el siguiente libro de Antonio Machado entre las manos: porque, por unas semanas, Leonor verá publicado Campos de Castilla en 1912, con los poemas que Antonio le ha estado leyendo mientras sueña, al regresar de su segundo viaje a París, con otro milagro de la primavera.
Tres años antes, en 1909, Manuel ha publicado El mal poema. Mientras Antonio avanza hacia una concepción existencial del paisaje en su próximo Campos de Castilla, Manuel recoge para la poesía el habla más coloquial, radicalmente viva, y se somete a sí mismo a esos autorretratos duros y cortantes que anticipan otros. Así, No volveré a ser joven o Contra Jaime Gil de Biedma difícilmente pueden concebirse sin una atenta lectura de Manuel por parte del Grupo de Barcelona, con el brillante Gabriel Ferrater a la cabeza.
Hastiado de sí mismo, Manuel piensa que su tiempo pasó: sólo persiste el infatigable Villaespesa, y se siente anticuado. Le dice a Antonio: "Tu poesía no tiene edad. La mía sí". Tu poesía no tiene tiempo; la mía es hoja caduca. Antonio Machado le responde "La poesía nunca tiene edad cuando es verdaderamente poesía, y la tuya lo es". Ambos tienen razón: Manuel, porque el modernismo ya ha caído; Antonio, porque sabe que la poesía de Manuel guarda dentro mucho más que el modernismo, y sobrevivirá.
Escribí mi novela El querido hermano (Galaxia Gutenberg, 2023) a partir del instante en que Manuel Machado, atrapado en Burgos, conoce la noticia de la muerte de Antonio. Qué desvalimiento, qué vacío. Siente la necesidad física y emocional de despedirse de él y viaja hasta Collioure, atravesando el norte de un país en guerra.
Esa unión de los dos, con su amor sin trincheras, protagoniza la gran exposición itinerante Los Machado. Retrato de familia, comisariada por Alfonso Guerra y Eva Díaz Pérez, que se abre a Madrid el 30 de abril en la Real Academia, tras pasar por Sevilla y Burgos.
Ahí está el bastón caminante de Antonio: el mismo que José entregará a Manuel cuando llegue a Collioure, y pase dos días delante de la tumba de Antonio y su madre. Ese viaje interior todavía guarda lo mejor de nosotros. Manuel Machado llega cuando puede: incluso ante el final, acompaña a su querido hermano. La poesía de los dos nunca nos dejará solos.
Discurso de ingreso en la Real Academia Española
Perdonadme que haya tardado más de cuatro años en presentarme ante vosotros. Todo ese tiempo ha sido necesario para que venza yo ciertos escrúpulos de conciencia. Tengo muy alta idea de la Academia Española, por lo que ha sido, por lo que es, por lo que puede ser. Me habéis honrado mucho, demasiado, al elegirme académico, y los honores desmedidos perturban siempre el equilibrio psíquico de todo hombre medianamente reflexivo. [...]
No creo poseer las dotes específicas del académico. No soy humanista, ni filólogo, ni erudito. Ando muy flojo de latín, porque me lo hizo aborrecer un mal maestro. Estudié el griego con amor, por ansia de leer a Platón, pero tardíamente y, tal vez por ello, con escaso aprovechamiento. Pobres son mis letras en suma, pues aunque he leído mucho, mi memoria es débil y he retenido muy poco. Si algo estudié con ahínco fue más de filosofía que de amena literatura. Y confesaros he que con excepción de algunos poetas, las bellas letras nunca me apasionaron. Quiero deciros más: soy poco sensible a los primores de la forma, a la pulcritud y pulidez del lenguaje, y a todo cuanto en literatura no se recomienda por su contenido. Lo bien dicho me seduce sólo cuando dice algo interesante, y la palabra escrita me fatiga cuando no me recuerda la espontaneidad de la palabra hablada. Amo a la naturaleza, y al arte sólo cuando me la representa o evoca, y no siempre encontré la belleza allí donde literariamente se guisa.
Pero vosotros me hicisteis académico y no debo yo insistir sobre el tema de mi ineptitud para serlo. Algo habrá en mí que a vuestra dilección me recomienda. Además, yo acepto el honor que me habéis conferido como un crédito que generosamente me otorgáis sobre mi obra futura. A reconocer esta deuda vengo
a vuestra casa, confiado en que, al lado vuestro, podré mostraros al menos cuánto es sincera mi voluntad de pagarla.
Y ahora quisiera hablaros algo de poesía. ¿Qué es la poesía? Pregunta es ésta que yo muy rara vez me he formulado. [...]
Yo, por de pronto, quiero hacer constar que la poesía, y especialmente la lírica, se ha convertido para nosotros en problema. ¿Es esto un bien o un mal? Desde luego, es un hecho. Y no olvidemos que son los poetas mismos aquellos en quienes la actitud crítica, reflexiva y escéptica, frente a su propia labor, más señaladamente se acusa.